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miércoles, 20 de enero de 2016

Nosotros, los desposeídos

Nos han mentido a todos. Nos dijeron que esta ciudad era nuestra y nuestras son sólo las deudas y las tarifas. Nos pidieron un poco de hospitalidad y terminamos mendigando en las esquinas. Nos lanzaron al oído el invento del sentido de pertenencia y lo único que en verdad nos pertenece es la nostalgia y la pobreza. Nos contaron que éramos héroes de la independencia cuando no somos más que tristes exiliados en su propia tierra.
Ésa es la verdad. Cartagena nunca ha sido nuestra. Quien nace en este lugar remolca consigo la tragedia del desposeído. Aquí nos han quitado las casas, los barrios y la plata de los impuestos. La gente de Getsemaní ya no es la misma gente de Getsemaní. Los vecinos de San Diego hace mucho que tuvieron que marcharse de San Diego.
Nos han robado el futuro para condenarnos a vivir el melancólico pasado de nuestros abuelos: un pasado que no se toca y que sólo se conversa vagamente los domingos como si fuera una simple invención de ancianos embusteros.
Cada día disponemos de menos espacio público para andar y conocernos. El anterior alcalde, Dionisio Vélez Trujillo, y el Gerente del Espacio Público, Adelfo Doria, nos legaron un Centro Histórico lleno de plazas con bolardos diseñados para apartar a los restaurantes elegantes de los puestos de comida del pueblo. La Plaza Fernández de Madrid y la Plaza de San Diego pasaron de ser puntos de encuentro a zonas comerciales en donde si no tienes para pagar el menú no puedes sentarte.
Y así nos jodieron a los cartageneros: diciéndonos que el espacio público es para todos cuando solo es un derecho exclusivo para los turistas y los adinerados. Mientras en Bazurto y en algunas calles del Centro los vendedores informales sufren la rigidez de las políticas espaciales, en las plazas nuestros gobiernos consienten a los restaurantes “finos” y les otorgan un espacio que constitucionalmente es nuestro.
Casos como éste, han ocurrido a lo largo de toda la historia de la ciudad: el antiguo mercado público de Getsemaní, las cocteleras del Muelle de la Bodeguita, la calle de los relojeros frente a la Plazoleta de Telecom…todos han sido removidos por una supuesta necesidad de limpieza que no era más que el afán clasista de imponer sitios de encuentro para personas con plata.
Nosotros, los desposeídos, hemos vivido el robo sistemático de la tierra que pisamos. Los políticos y sus prejuicios sociales han hecho con la dignidad del ciudadano lo mismo que la violencia armada en el campo: ambos, sutil o explícitamente, son responsables de nuestra amarga población de desplazados.

miércoles, 6 de enero de 2016

Las cortinas del presidente

Cuenta la leyenda que para mantener cómodos a los políticos extranjeros que estaban de visita en su país, el exdictador de Corea del Norte Kim Jong-il ofrecía selectos bufetes para todas sus comidas y las servía con palillos de plata. El licor, que sacaba de una reserva avaluada en 700.000 dólares, era llevado hasta las mesas por las mujeres más bellas de la nación. Así, de esa forma tan absurda, se preservaba la “dignidad” del país anfitrión en detrimento del erario público.
Estas son historias que uno esperaría de ciertas dictaduras, pero nunca de un gobierno que se jacta de sus procesos democráticos y de la búsqueda de la paz. Me refiero, por supuesto, al gobierno colombiano que para el próximo 31 de enero pondrá nuevas cortinas de seda en la Casa de Nariño por un valor de 602 millones de pesos. El contrato fue firmado el pasado 4 de junio entre el Departamento Administrativo de la Presidencia de la República y la empresa Rhodes Cappa Ltda. El Gobierno se justifica aduciendo que las buenas relaciones diplomáticas y comerciales con los otros países dependen de la “buena imagen” que tenga la casa presidencial.
Este argumento me parece profundamente imbécil: pensar que las relaciones internacionales están mediadas por los lujos del presidente no puede ser otra cosa que una gran tontería alimentada por los prejuicios aristocráticos que no han podido sacarse de encima nuestros gobernantes. A nuestra sociedad la dirigen políticos con complejo de monarcas y, en algunos casos, de narcotraficantes, jugando a quien presume más de su opulencia.
Sé que habrá incautos que dirán que frente a toda la plata que administra el Estado, 602 millones no significan nada. Pues 602 millones es el presupuesto anual de cinco colegios públicos pequeños, cada uno con una media de 860 estudiantes matriculados. Con ese dinero de seguro se salvaban algunos de los 4700 niños que han muerto de hambre en la Guajira según el último informe de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos.
Resulta inaceptable que mientras los colombianos nos enfrentamos al alza del IVA, al aumento de precios de la canasta familiar y a los miserables 1500 pesos diarios que le añadieron al salario mínimo, nuestro presidente se preocupe por la decoración de su despacho. Todavía es más inadmisible si a esto le agregamos el dineral que supone la financiación del posconflicto y la realización de la paz.
Al final las cortinas en la Casa de Nariño sí servirán para algo: taparán, de adentro para fuera, a un país que sufre la sinvergüenzura de un presidente que dilapida el patrimonio de la Nación en realidades insubstanciales.