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viernes, 30 de junio de 2017

Contra el oportunismo

Los colombianos deberíamos revestirnos de dignidad y censurar a todos aquellos personajes que sacan provecho político de las tragedias ajenas. No votar más por ellos, no seguirles la corriente, nunca más considerarlos como opciones viables para el escenario electoral. Ése sería un castigo sensato para semejante grupo de oportunistas deshumanizados.
Digo todo esto porque apenas habían transcurrido un par horas desde el atentado en el centro comercial Andino en Bogotá cuando ya el expresidente Álvaro Uribe y los integrantes del Centro Democrático estaban enviando mensajes en contra del Gobierno nacional y su política de negociación con la guerrilla de las FARC. “El culpable directo de la escalada terrorista es Juan Manuel Santos, le ha entregado todo a criminales a cambio de nada”, escribió el congresista Álvaro Prada en su cuenta de Twitter; “La ‘paz’ de Santos nos devolvió a la Colombia de 2002” trinó también la senadora Margarita Restrepo. Uribe fue más lejos: compartió una cadena de WhatsApp (todo parece indicar que inventada por él mismo) en donde se narraba la historia ficticia de un empresario horrorizado por el atentado que se quejaba de que el presidente le estuviera “entregando el país a los bandidos”.
Los anteriores mensajes –y otros tantos que no citaré– nos revelan el estado de insensibilidad al que ha llegado el uribismo. Allí donde hay víctimas y crece el terror, ellos ven una escalera hacia el poder y un motivo más para polarizar la nación. En lugar de condolencias sinceras, el uribismo ofrece odio, busca los pliegues más siniestros de nuestra irracionalidad para crear su masa de votantes “emberracados”.
En un poema de Rómulo Bustos titulado “El Carroñero”, aquellos que pelan el hueso también son capaces de purificarlo de la pútrida excrecencia, contribuyendo así a la resurrección de los muertos. Uribe no es esa clase de carroñero, Uribe es un vulgar cuervo. Él no redime ni purifica nada, sólo alimenta su discurso con muertos que no le importan.
En el fondo no me extraña que el uribismo haya utilizado el atentado en el Andino como una excusa para canalizar sus consignas políticas, no puede esperarse menos de un grupo que se ha centrado en torpedear los acuerdos de paz porque, efectivamente, su sustento ideológico se encuentra en la guerra.
Es nuestro deber como colombianos censurar este tipo de corrientes políticas que pretenden construir su hegemonía a costa del sufrimiento de los demás. Es suficiente, Colombia no necesita del odio y los escalofríos para progresar.

martes, 20 de junio de 2017

Editorial de Orlando Oliveros en Caracol Radio sobre el Paro de Maestros en Colombia

Comparto un fragmento de mi editorial en Caracol Radio (1170 AM) sobre el oficio más ingrato de Colombia: la docencia. Esto a propósito del paro nacional de maestros y sus implicaciones en la realidad del país. Me permití la lectura de un poema de Nicanor Parra quien, en un momento de su trabajo poético, pudo representar en sus versos la melancolía y el duro sacrificio que supone dedicar la vida a dar clases:




sábado, 10 de junio de 2017

Editorial de Orlando Oliveros sobre el pastor Miguel Arrázola y su proyecto político en el 2018

Comparto un fragmento de mi editorial de hoy en Caracol Radio (1170 AM) sobre el pastor Miguel Arrázola y sus proyectos políticos para el 2018, a propósito de las declaraciones de Juan Carlos Vélez reveladas por Daniel Coronell en las que afirmaba que Arrázola piensa postularse a la alcaldía de Cartagena el año entrante.


Descifrando pergaminos

El 5 de junio de 1967 salió a la venta la primera edición de Cien años de soledad, publicada por la Editorial Sudamericana. Desde entonces, el nombre de América Latina no ha sido el mismo y el universo literario de la narrativa en español ha estado sufriendo todo tipo de transformaciones estéticas. Cien años de soledad fue, como aquellos libros soñados por Kafka, un hachazo que rompió el mar helado dentro de nosotros mismos y que nos hizo contemplar la dolorosa y festiva pulpa de nuestra cultura.
Hoy, cincuenta años después, muchos nos seguimos preguntando si aquella hacha sigue teniendo el mismo filo de antes. Para el escritor peruano Santiago Roncagliolo, por ejemplo, la novela ya no representa a la América Latina contemporánea y por lo tanto carece de la vigencia que tuvo en el pasado. Harold Bloom, que a mi juicio es uno de los críticos literarios más perspicaces de nuestro tiempo, comentó alguna vez que releer Cien años de soledad le producía cierto cansancio fruto de un “fragor estético” en el que cada página de la novela estaba llena de vida, más allá de la capacidad de asimilación de cualquier lector.
Me parece que ese fragor estético no es un defecto sino una virtud en la cual reside el instinto de supervivencia de esta obra maestra. Es un libro que no podemos leer con la pretensión de abarcar todas sus aristas porque terminaríamos aplastados por una serie infinita de hechos cotidianos contados con la cadencia de los primeros vallenatos. Lo cual nos obliga a hacer de cada lectura, una lectura deliberadamente incompleta. De modo que aunque pasen los años siempre habrá alguien que pueda ver en la ciudad de los espejos un reflejo nuevo.
Por estos días he estado pensando en los pergaminos de Melquíades. En esos pergaminos escritos en sánscrito yacía encriptada la historia, habida y por haber, de Macondo. Aunque Arcadio los escuchó de la boca del gitano y Aureliano Segundo y José Arcadio Segundo intentaron leerlos, ninguno pudo descifrarlos pues estaba previsto que se cumplieran cien años antes de que el último de los Buendía pudiera entenderlos.
Tal vez las grandes revoluciones políticas o artísticas también estén fijadas para una generación en especial. Quizás para acabar con el conflicto armado en Colombia era necesario que fracasaran varios de nuestros predecesores. Y he aquí mi nueva lectura de Cien años de soledad: debemos imaginar que siempre somos la última generación a la que le han destinado una valiosa oportunidad sobre la tierra, en donde hay que moverse rápido porque sólo por un momento nos es dado descifrar los pergaminos.

martes, 6 de junio de 2017

Editorial de Orlando Oliveros en Caracol Radio sobre los 484 años de la fundación de Cartagena


Comparto un fragmento de mi editorial de hoy en Caracol Radio (1170 AM) sobre Pedro de Heredia y el aniversario número 484 de la "fundación" de la ciudad de Cartagena. Para empezar a soñar con una ciudad más digna, es necesario que desaparezca en nuestras fechas especiales el culto a los bandidos.

El primer crimen que cometió Pedro de Heredia fue en España: después de ser atacado por seis hombres que le rebanaron la nariz, cobró venganza con tres de ellos y los apuñaló hasta la muerte. Entonces huyó hacia las "Indias" para no ser enjuiciado. Se estableció en Santo Domingo, dedicándose a los oficios agrícolas, luego partió para Santa Marta en donde fue nombrado teniente del gobernador interino Pedro Vadillo y colaboró con el saqueo y la esclavización contra los grupos indígenas de la zona. Se dice que el 1 de junio de 1533 fundó la ciudad de Cartagena, de la cual fue nombrado gobernador, y que profanó las tumbas de todo el territorio de los Sinúes (o Zenúes) que tenían por costumbre sepultar a sus muertos con cascabeles y ofrendas de oro. Fue tanta su barbarie que el obispo de Cartagena, fray Tomás del Toro, lo acusó ante la Corte por el maltrato a los indígenas. Heredia era famoso por destajar narices, orejas, tetas y labios (tal vez un trauma ocasionado por su nariz cortada), le gustaba apresar caciques y mantenerlos en el calabozo por años. Finalmente, en 1555, fue declarado culpable por la Corona Española de muchos crímenes, entre ellos la apropiación indebida de fondos, la exportación de oro sin quintar y nepotismo en el otorgamiento de cargos y encomiendas. Heredia, sabiendo de su inevitable condena, huyó de Cartagena y murió en un naufragio rumbo a España.
Éste fue, cartageneros y cartageneras, el bandido hijo de la grandísima que nos fundó hace 484 años.
Yo por eso no celebro nada, ni ando poniendo globitos de fiesta. Este es un día que debería tener el sentido de un obituario en el que se conmemoren las masacres, las violaciones y la esclavitud de los nativos que ya estaban aquí cuando a los cosquistadores se les dio por decir que habían descubierto un Nuevo Mundo.