Casi nadie lo sabe, y por eso es un deber decirlo: no hay trabajo más difícil que aquel que consiste en no hacer nada. Y ese hombre que está sentado frente a mí es una estatua humana. O sea: alguien que se gana la vida haciendo nada.
Su nombre completo es Steven Andrés Hernández Herrera, es cartagenero, tiene 31 años y desde enero del año 2007 su vida depende de estar quieto. Desde la mañana hasta la noche se sienta en un balde y simula ser un pescador encorvado que acaba de atrapar un pescado.

Resulta que Steven jamás hubiese sido estatua humana si no es por la guerra. La primera vez que tuvo que prestar el servicio militar lo mandaron para el municipio de Guapí, en el departamento del Cauca.
Allá, me cuenta, no habría podido seguir soportando, semana tras semana, la brutalidad de los entrenamientos y la incomodidad de matarse por el bienestar de unos pocos. Su pelotón estaba destinado a volverse una jauría de leones, una bandada de cuervos saca ojos. Así que para el 2006 ya se había salido del grupo y había regresado a Cartagena jurando no volver a aquel infierno construido con fusiles, órdenes y trajes camuflados.
– Estuve allá en la guerra – dice, tomándose varios segundos entre una palabra y otra–, pero me vine a esta guerra de acá, que es la pelea por la vida, una pelea que haces sin armas, sin nada.
Y era una pelea que parecía que perdía. Desde que había retornado a la ciudad había intentado conseguir un buen empleo sin resultados positivos. Tener la libreta militar no le había servido para nada. Él quería ser vigilante o algo que tuviese que ver con ello, y anduvo vagando de una empresa de vigilancia a otra, mandándoles su hoja de vida.
De esa mala época su recuerdo más intenso proviene de una ocasión en la que llegó a una empresa de vigilancia privada buscando trabajo como de costumbre y cuando fue a entregarle su hoja de vida a la secretaria, ésta le advirtió:
– Mijo, mejor llévatela porque aquí las votamos.
Steven no podía creerlo y ante su expresión de duda la secretaria trató de confirmar su frase con el dedo:
– Si quieres mira dentro de esa caja –le dijo la mujer.
Era una caja de cartón de un 1 metro x 1 metro en donde estaban amontonadas otras hojas de vida que habían llegado en el transcurso del mes, formando grandes pilas de papel y sueños frustrados que aguardaban la improbable selección del jefe. Entonces se convenció de que nunca tendría aquel empleo, ni ahí, ni en alguna otra parte.
Y hubiese seguido en el trajín de la lucha por el pan si un primo suyo no le propone disfrazarse de estatua humana para rebuscarse en el Centro.
Desde aquellos días no ha dejado de ser una estatua humana. Suma, hasta la fecha, siete años y seis meses de trabajo arduo, de calambres constantes y nalgas dormidas por la eterna espera.
Inmóvil
Steven tiene tres hijos y vive en un barrio llamado República del Caribe que queda en las faldas del Cerro de la Popa, junto a Palestina. Todos los días sale hacia el Centro a una hora indeterminada, dependiendo de los ánimos con que se haya levantado esa mañana. Se camina el trayecto entero, ida y vuelta. Según él, es una buena forma de mantener en movimiento los músculos que luego se mantendrán estáticos durante largas horas.
Después llega hasta el Parque de la Marina para colocarse su particular atuendo; allí también se maquilla, embadurnándose con una crema de color negro que se puede conseguir en cualquier miscelánea de la ciudad y que todo tendero conoce con el nombre de Pintacaritas. Claro está que, cuando la situación económica se pone estricta, Steven recurre a polvo de carbón que obtiene raspando leña quemada contra el andén. De cualquier forma, no le lleva más de quince minutos alistarse por completo para emprender su jornada de piedra y bronce.
Un turista que anduviese por la calle sólo vería la estatua. Miraría rápidamente el sombrero de caña flecha, el rostro pintado de negro y el palito de madera con un pescado de trapo amarrado en la punta. Pero habría que charlar con él para saber que sus zapatos negros son los más elegantes que tiene y que dentro de su pescado de trapo se encuentra parte del algodón que tuvo que sacar de una de sus almohadas para terminar de rellenarlo.

De manera que este es un oficio que no es tan fácil de llevar a cabo. Steven me cuenta que siempre hay quienes se dan a la tarea de perturbarlo, ya sea contándole chistes vulgares o gesticulando muecas.
No han faltado las mujeres que lo han rodeado y lo han manoseado mientras le dicen obscenidades en el oído, hasta hubo alguna que en medio del desorden colectivo se llegó a quitar el brassier y le mostró, rápidamente, sus dos pezones erguidos.
Pero nada de eso logró alterar la solidez de su postura; lo más cerca que estuvo de moverse fue una noche en la que dos actrices porno iban cruzando la calle y se detuvieron frente a él para tomarse unas fotos con sus celulares. En las fotografías (que por desgracia Steven no conserva) salió con su cabeza acomodada entre los senos de las actrices, como si protagonizara una publicidad de Playboy sobre monumentos sexuales en la ciudad del pecado.
– Eran dos caballos de fuerza –me recuerda Steven–: me la arrecostaron en todo el galón ¿entiendes?

Este puto mundo de la producción en serie y de las entregas inmediatas, donde los peces más rápidos se comen a los lentos. Por eso, desde que vi a Steven haciendo de estatua humana sentí algo en su respiración pausada, algo en su calmada silueta, algo en la personificación de su pesca infinita que nos gritaba:
¡Jódanse peatones, yo estoy libre porque no me estoy moviendo!
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