Recuerdo cuando viajar a La Boquilla implicaba cruzar una serie infinita de manglares y casitas de colores con patios abiertos hacia la arena de las playas. Bastaba con montarse en el bus de San José de los Campanos para recorrer todo el barrio. Desde la ventanilla, se veían las gallinas volándose las cercas de las casas y los platanales sembrados en la tierra negra de los callejones. Era muy probable que los habitantes se encontraran sentados en sus terrazas, con un radio de pilas en el suelo y un trapo viejo entre las manos para poder espantar la mosquitera de la tarde.
El mar de ese entonces aún no nos lo habían quitado. Las playas también eran nuestras. Si a uno le daba la gana de ver el horizonte, lo miraba, si deseábamos caminar por todo el borde de la carretera, lo hacíamos. Desde lejos podíamos observar los atardeceres, y regresábamos a nuestras casas sucios de arena y oliendo a sal mientras el día nos dejaba sus últimas monedas en el aire.
Es una lástima que ya no se puedan hacer esos planes. Ahora las playas son un negocio de magnates, un lugar próspero para los turistas adinerados y empresarios de bienes raíces. Desde que el paisaje se volvió una mercancía, La Boquilla se llenó de edificios. Hoy los décimos pisos nos tapan los atardeceres que atisbábamos a lo lejos. Los manglares se han ido convirtiendo en centros de convenciones y parqueaderos privados, y la gente que vivía en sus casitas de colores ha sido desplazada a los barrios marginales de la ciudad.
Hemos permitido que nos consuma una falsa idea de progreso y un violento vicio por el concreto. Yo ya perdí la cuenta de cuántos “Morros” hay después del Hotel las Américas y de cuántos meses llevan las sofisticadas carpas de Chiringuito Beach en las playas de Marbella.
Antes, si te parabas en la cima de una de las lomas de Lemaitre podías contemplar el mar. Las brisas de agosto y de diciembre solían traer consigo un olor a caracoles molidos. Pero ahora nuestros ojos sólo ven los edificios de Crespo o Marbella. El viento nos huele a cemento.
Conviene preguntarnos si de verdad tenemos un gobierno distrital que respeta la poética visual de los barrios y que se preocupa por los insaciables procesos de gentrificación en los sectores populares. Ojalá nos indignemos por esto. Debemos advertir que hay una elite y un grupo de políticos en Cartagena que nos han estado negando el espectáculo de un paisaje público, digno y transitable.
Si algo tan simple como ver el mar no es posible en Cartagena ¿cómo pretendemos pedir más seguridad, más inclusión social, más igualdad y mejores políticas de desarrollo?
El verdadero progreso empieza con la indignación de la ciudadanía.
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