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miércoles, 26 de noviembre de 2014

Hacer y deshacer

La historia y la literatura nos han mostrado que siempre han existido personas que convierten el gusto por lo inconcluso en un modo de vida. Penélope, en La Odisea, tejía por las mañanas un sudario que destejía por las noches, y así duró veinte años. Amaranta, en Cien años de soledad, hilaba durante el día una mortaja fúnebre que por las noches descosía sólo para ganarle tiempo a la muerte. También el Coronel Aureliano Buendía, en su taller de platería, creaba pescaditos de oro que horas más tarde fundía nada más que para empezar de nuevo.
De aquellos personajes es posible decir que recurrieron a la eternidad de armar y desarmar para poder vivir. Sólo la literatura permite que el tedio y lo inmóvil se conviertan en algo admirable. En nuestro mundo esta actitud sería considerada inadmisible. Por eso es horroroso que ya no sean solamente los personajes literarios los que andan por ahí haciendo y deshaciendo, sino que también los políticos y los funcionarios públicos de nuestra ciudad entren en este juego.
En Cartagena de Indias todo se comienza y nada se termina. Somos la ciudad del círculo vicioso y de la más desagradable corrupción en cuanto a las obras públicas. Hemos construido estaciones de Transcaribe que nos ha tocado volver a construir porque el tiempo las ha dejado inhabitables. Los puentes de la Vía Perimetral están tan mal hechos que casi todos los años necesitan remodelarse para no tornarse intransitables. Hemos revitalizado las Fiestas de la Independencia y las hemos desvitalizado. Hemos prohibido la tauromaquia en unos años y hemos reinaugurado las ferias taurinas en otros.
A nuestros políticos les gusta eso: el mal llamado arte de hacer para deshacer. Y cómo no, si de esa forma pueden reiniciar los contratos y los presupuestos, además de mantener a la ciudad en sus trancones perpetuos y en sus necesidades básicas insatisfechas.
Ahora, por estos meses, hemos dejado que nos levantaran una espantosa loma en Marbella, cuya estructura nos tapó el mar y nos lo cambió por una barrera de varillas. Fiel a su costumbre, el Concejo Distrital y el Gobierno nacional pretenden derrumbarla para volverla a hacer, esta vez con columnas en vez de paredes. Es como si nos hubiésemos devuelto al principio, sólo que con menos plata para malgastar.  
Cartagena se ha transformado en un punto estático de la historia, en un verdadero corral de piedra lleno de animales que se pudren y lagartos que gobiernan. A Penélope se le perdonan sus veinte años de retraso por la belleza del relato en el que está metida. Pero a esta gente que desperdicia nuestros recursos hay que enseñarle que el ciudadano también castiga, y lo hace con su voto.

domingo, 16 de noviembre de 2014

Los últimos ruidos del buscapié

 – Lucho, nosotros nos vamos para Cartagena.

Aquella frase fue la que lo terminó todo. En uno de los lujosos pasillos del Hotel Cadebia en Barranquilla, los integrantes del grupo Son Cartagena habían decidido acabar el sueño musical que los había llevado hacia la fama. Los músicos, con sus instrumentos guardados en sus estuches, miraron fijamente a un asustado Luis Alean, su representante legal. No podían creer que él estuviera engañándolos con el dinero recogido en cada presentación, y ahora que se daban cuenta no soportaban la indignación del fraude.

Por eso se iban: para no tocar más con un grupo viciado. Sin embargo, era imposible volver a Cartagena tal como lo habían resuelto. Luis Alean ya había firmado todos los contratos de los conciertos de esa noche, y estaban sujetos a cumplirlos. Para convencerlos, Luis Alean les pagó unos pesos por adelantado y les dijo:

 Allá en Cartagena arreglamos.

Pero todos sabían que el sueño había llegado a su fin y que, en efecto, nada se arreglaría. Esa noche hicieron la presentación más triste de sus carreras. Una gira de conciertos donde no tocaron con sabrosura. En el último club, al finalizar su última canción, muchos sintieron que en el pecho se les cerraba una puerta con candado. Antes de salir de Barranquilla, el grupo Son Cartagena había dejado de existir.


Un grupo de barrio

En 1982, la facultad de economía de la Universidad de Cartagena contrató a José Lara para abrir una electiva de clases de gaita. Lara, que también hacía parte de los Gaiteros de San Jacinto, vio en Luis Antonio Gonzáles un pupilo ejemplar. “Luchito” (un apodo con el que lo conocerían siempre) mostraba un conocimiento musical congénito y se aprendía rápido los ejercicios que su maestro le exigía.

– Aprieta el jopo, Luchito, aprieta el jopo –decía Lara, para entrenarlo en la pericia de soplar la gaita.

Nadie imaginó que aquellas clases iban a ser el suceso más determinante en la formación del grupo Son Cartagena. Todas las tardes Orlando Oliveros escuchaba ensayar a Luchito desde el patio de su casa, en el barrio Canapote. Eran amigos de infancia y lo que hiciera el uno tenía que hacerlo el otro también. Así que con un tambor recién comprado, Orlando empezó a practicar en solitario, persiguiendo las notas de la gaita de Luchito que iban expandiéndose por todo el vecindario. Luis Eduardo Gonzáles, apodado “el Niño”, vivía en la misma calle y no demoró en unírseles con una tambora.

Ahora sólo necesitaban un cantante. Por esos días Luchito y Jorge Alean, bautizado como “el Cone”, iban de cumpleaños en cumpleaños tocando la guitarra y cantando himnos de amor para enamorar a las cumplimentadas. El Cone tenía fama de ser un serenatero fiel para los desórdenes. No había un balcón en Lemaitre y Canapote en donde su voz no se haya dado el gusto de conquistar mujeres. Incluso, podría decirse que hasta conquistaba las ausencias, porque a veces él y Luchito permanecían tocando por horas hacia una ventana abierta hasta que alguien salía a avisarles que la muchacha que allí vivía tenía un mes de haberse mudado. Cuando Orlando, el Niño y Luchito se reunieron a practicar, no pensaron dos veces en llamar al Cone para que les cantara.


Los primeros pasos

El grupo, todavía sin nombre, ensayaba en las casas de sus integrantes, copiando long plays de losGaiteros de San Jacinto o tocando con aire festivo una cumbia popular. Su gran debut se dio en el Festival Folclórico Nacional de Ibagué, a donde fueron invitados por el Ballet Folclórico de la coreógrafa Betty Taylor, una amiga que, de vez en cuando, los dejaba practicar en su casa ubicada en el barrio Manga. Después de Ibagué, el grupo concluyó que debían formalizarse para comenzar a tocar solos. Pero primero necesitaban un nombre. Mientras iban en un taxi para dirigirse a un evento, los cuatro canapoteros pensaban en uno que les sirviera. Fue Orlando el que dijo:

– Ya está Son Palenque… y los Soneros de Gamero… ¡Vamos a ponernos nosotros Son Cartagena!
Todos los integrantes estuvieron de acuerdo.

Desde aquel día, Son Cartagena empezó a protagonizar pequeños conciertos. Tocaron con la agrupación de Estefanía Caicedo, de quien se decía era la única bullerenguera de la ciudad y de cuya inspiración surgieron canciones para el Joe Arroyo. Allí se les une Víctor Medrano, apodado más tarde “el Docto”, y les ayuda tocando la tambora. Como aún no habían compuesto sus propias canciones, sus presentaciones consistían en reproducir temas que estuvieran sonando en el momento, como el “mambaco” y los éxitos de la Niña Emilia (“Coroncoro”, “Cundé cundé cundé”).

Esa constante repetición de temas de otros artistas fue la que les generó un breve altercado con Irene Martínez. Era noviembre de 1985. Como solía acostumbrarse por esos años, las distribuidoras de licores contrataban a grupos folclóricos para ambientar la llegada de las reinas nacionales al aeropuerto de Cartagena. Al grupo Son Cartagena lo habían contratado para cantar en una tarima de Ron Tres Esquinas mientras que Aguardiente Antioqueño había hecho lo mismo con Irene Martínez. Llegado el momento de tocar, Son Cartagena interpretaba los mismos discos de Irene Martínez apenas ella terminaba de cantar, y a la tercera tanda toda la gente del lugar se sentía inmersa en un gracioso juego de ecos. Así que Irene Martínez se bajó de su tarima y fue directamente hasta donde estaba el Cone para decirle:

– ¿Por qué carajo están tocando los discos míos?

– Esos discos están sonando en la radio –respondió el Cone, riéndose– nosotros sólo estamos tocando.

Aquella experiencia les sirvió para reconocer que debían promover sus propios temas para poder grabar y ganar autenticidad. Con la ayuda de Luchito (que compuso la mayoría de las canciones), María Llerena Solís (compositora de “Martica”) y de Hugo Bustillo (compositor del “Buscapíe”) pudieron armar un álbum y grabar con Codiscos en Medellín. Para 1988, el long play fue todo un batazo. Los temas de Son Cartagena sonaron en septiembre y no dejaron de hacerlo hasta los carnavales de Barranquilla del año entrante. El “Buscapié” se mantuvo en el ranking musical de las emisoras durante meses, perdurando inalterable en el top 3 de aquellas fiestas (de segunda estaba “Martica” y de tercera “La estereofónica”). Son Cartagena estaba viviendo un éxito nunca antes visto en la música folclórica.


La fama y la gloria

Con el éxito de su primer álbum, no tardaron en llegar las invitaciones a los mejores festivales folclóricos del país. Era 1989. Son Cartagena ganó dos Congos de Oro a la mejor agrupación en el Festival de Orquestas y Acordeones del Carnaval de Barranquilla y tocó en los clubes más prestigiosos de Barranquilla y en las casetas más afamadas. Alternaban con Diomedes Díaz, Óscar de León, Joe Arroyo y el Grupo Raíces. Viajaban a cuanto carnaval se celebrara en los pueblos de la Costa Caribe, incluyendo a Ciénaga, en Magdalena, donde las casetas medían una cuadra y para salir de ellas había que cruzar un trancón de multitudes que podía llevar horas.

Para esa época Son Cartagena había crecido. Se le habían unido Alex Osorio en los timbales, Martín “el Tetero” Gonzáles en los coros, Luis “el Perilla” Mercado en las maracas, “el Chiqui” López en el bajo y Héctor “el Tití” Rodríguez en el llamador. 

La fama se acrecentaría en 1990, con su segundo long play, “Riega la bola”, cuyo tema principal (llamado del igual manera) caló en las emisoras con una rapidez sobrenatural. A la gente le gustaba un grupo tan popular, de barrio humilde, que lo mismo le daba cantar en la Plaza de Canapote que dar tandas de lujo en el Club Alemán. No había semana en la que Son Cartagena no saliera en Telecaribe, uno que otro concierto fue grabado en exclusiva por Jorge Barón. El Gobierno Nacional también debió notar la importancia de este grupo, pues los contrató para que fueran a cantarle al ese entonces presidente de Francia, François Mitterrand, en la Casa de Huéspedes Ilustres, mientras algunos funcionarios se bañaban en jacuzzis rodeados de mujeres desnudas.

De cada parranda los integrantes de Son Cartagena traían mujeres que se iban a vivir con ellos a los hoteles. Era la vida de los artistas famosos, la vida intranquila del ajetreo nocturno y la gloria recién ganada. En una ocasión, el dueño de una empresa de uniformes, Confecciones Toledo, les regaló unos trajes para el Festival de Orquestas del Carnaval de Barranquilla, pero cuando llegó la hora de la presentación los trajes no les quedaron a ninguno de los músicos, siempre una talla menor a la esperada, y en Luchito (que era el de mayor contextura) el chaleco y el pantalón eran más una blusa ombliguera y un descaderado que cualquier otra cosa. No obstante, todos hicieron su presentación con los trajes puestos. En el momento de bajarse de la tarima, el público enloqueció exigiendo otra canción más, y los integrantes de Son Cartagena tuvieron que escaparse por la puerta de atrás y correr hacia el bus que los transportaba. Cuando el cerco de personas se hizo intolerable e impidió que el bus arrancara, alguien del grupo dijo:

– Eche, tirémosle los uniformes.

Y así apaciguaron los ánimos de la multitud, fugándose como los ladrones de banco que cuando huyen arrojan dinero a las calles para despistar a los policías.

Tal era la fama.


El último concierto

Lo que más indignó al grupo fue que su representante legal, Luis Alean, era el hermano del Cone. De él se decía que había probado con todos los oficios y que exageraba el contenido de las historias. Una vez, estando en Montería, se hizo pasar por brujo y naturista para engañar a las mujeres y escuchar sus intimidades. Allá lo conocían como el Doctor Hantman. Esa manía suya para mentir le costó al grupo su unidad. Tras varios meses de éxito, algunos integrantes empezaron a sospechar del hermano del Cone. Pensaban que cuando firmaba los contratos musicales él cobraba una suma más alta de lo que luego les contaba. La discusión estalló una noche, en el Hotel Cadebia en Barranquilla: Son Cartagena no podía seguir así. Era como si alguien hubiese encendido un buscapié y lo hubiese puesto sobre la pelea. Luis Alean los convenció de seguir tocando, les prometió que en Cartagena arreglarían todo. En aquel último concierto la última canción fue el famoso “Buscapié” de Hugo Bustillo, y al final de la canción, cuando las voces callaron y los instrumentos dejaron de vibrar, uno a uno los integrantes del grupo Son Cartagena se fueron yendo de regreso a casa.


Dicen que cuando la tarima se vació, un extraño olor pólvora quemada quedó flotando en el ambiente.









miércoles, 12 de noviembre de 2014

El valor de las fiestas

El día que un alcalde de Cartagena entienda el verdadero valor de las Fiestas de Independencia será el mismo día en que los cartageneros valgan como personas dignas y no como consumidores de un espectáculo vacío. Hasta ahora, noviembre ha sido el escenario donde el Concurso Nacional de Belleza reemplaza poco a poco a las Fiestas de Independencia con el completo apoyo de la alcaldía.
Nuestros funcionarios públicos sucesivos son los culpables de que noviembre se haya convertido en un catálogo de desfiles intrascendentes patrocinados por empresas de maquillaje y bebidas alcohólicas, hasta el punto de que ya no se sabe con exactitud en dónde empieza la identidad y en dónde acaba la publicidad.
Un alcalde que en verdad pensara revitalizar las Fiestas sabría que en el Concurso Nacional de Belleza no hay ningún mérito popular. Primero que todo porque resulta paradójico elogiar un reinado en una época donde se está recordando la emancipación de la ciudad frente a la monarquía española; y segundo, porque como evento privado que es, este concurso generalmente se realiza en espacios que propician la exclusión social: basta recordar que la coronación es a puertas cerradas dentro del Centro de Convenciones y que a ella sólo asisten las personalidades importantes de la farándula colombiana.
Pero Dionisio Vélez no quiere revitalizar las Fiestas, eso lo sabemos de antemano. Alguien que nombra a un bando como “Bando cívico-militar” no puede saber nada de méritos populares. Alguien que le da igual que se junten el reinado nacional con los desfiles independentistas jamás conocerá su ciudad.
Además, para “revitalizar” las costumbres se necesita coherencia histórica y eso es algo que Cartagena no tiene. Seguimos viviendo una añoranza por la monarquía y homenajeando todo recuerdo colonial: nuestro equipo de fútbol es Real, nuestra avenida principal se llama Pedro de Heredia, los picós son el Rey de Rocha o el Imperio, y hasta hemos levantado una estatua de Cristóbal Colón en la misma plaza donde exigimos la independencia.
Así estamos, creciendo en la contradicción. Mientras la violencia simbólica de los nombres, las estatuas, los reinados y los alcaldes siga en pie, esta ciudad no tendrá espacio para la memoria histórica, y mucho menos tendrá unas Fiestas de Independencia que reivindiquen nuestros valores culturales. Mientras un cetro de oro y una corona brillante sean el premio a la belleza no veremos nunca la estética de los carnavales.
Hoy, por culpa de una administración distrital que no se apropia con dignidad de su historia, nos toca soportar otra época novembrina que tiene más que ver con el mercado que con la cultura.