Digamos que todos nosotros fuimos concebidos bajo el peso intransferible de una profecía. El tiempo nos guardó una fecha, una hora y un nombre con los que podríamos andar por el mundo, desperdigando toda nuestra infinita miseria en las ciudades de nadie y sus barrios sin gloria.
¿Dónde estamos ahora esos niños de la profecía? ¿Dónde estás tú que fuiste tu propio mesías y que viniste al mundo para intentar cambiarlo? No me digas que ya no crees en tus propios milagros ni en el sacramento de las madres al bautizar las sopas. No me digas que ahora vendes el voto, vas a las corridas de toros o discriminas a los homosexuales. Tú eras el chico que iba a cambiar este país repleto de cenizas, tú ibas a entrar a los templos y a los centros comerciales a tumbar las mesas de los profanadores de la vida.
¿Qué pasó entonces contigo?
¿Quién te quitó tu comparsa de arcángeles y capuchones?
Eras un fardo de presagios insólitos y los años hicieron de ti un cántaro vacío. Eras la buena nueva de esta república de escombros y terminaste siendo un muñeco de 31 de diciembre, achicharrándose en una calle cualquiera.
No obstante, algún día te acordarás para qué viniste a la Tierra. Sabrás que éste no es un lugar para alardear de la fe ni juzgar a los demás. Pondrás tu mano en la mano del prójimo y sentirás un calorcito y un olor a barro. No te quedarás callado ante las injusticias de la ciudad en donde vives.
Y al final, cuando la inminente muerte te encuentre, no habrás partido en dos los templos, pero habrás dejado una pequeña y significativa huella de amor en el planeta.
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