Aquí en Colombia les dicen maricas, las llaman areperas o les gritan locas. Cuando van por las calles vestidos de mujeres la gente les arroja botellas y les agarra una nalga. Si se están besando en la banca de un parque todos los demás se alejan con la mirada asqueada y el chiste en la boca. En la familia los ocultan y en el colegio los quiebran. Si pasean por los andenes con un tumbao impropio alguien les grita: “¡pártete galleta!”.
Son ellos y ellas, los homosexuales, los que optaron por vivir del otro lado de la vida, en la resistencia, en la dolorosa minoría discriminada por las muchedumbres. Desde que crecen hasta que envejecen son juzgados, y todos los días hay quien les recuerda que aquello que están haciendo es pecado, que Sodoma pereció bajo la tormenta de fuego de un dios inclemente.
Aquí, en este país intolerante, ser gay, lesbiana o travesti es descender a los infiernos. Desde el instante en que una persona sale del clóset empieza a perder sus derechos. Es una situación interesante: cuéntale a la sociedad que eres gay y verás cómo ya no puedes casarte, ni adoptar, ni conseguir trabajo, ni enlistarte en el ejército o la policía, ni siquiera podrás formar una familia legalmente constituida por más ganas que tengas.
Y es que los prejuicios sociales que tiene Colombia son una mierda. En esta república del espanto pensamos que la población LGTBI quiere adoptar niños para violarlos y devastarles la infancia. Todo marica –suelen decir– es un pedófilo en potencia.
Hay que ser muy dogmáticos para creer que el amor es sólo un privilegio de la heterosexualidad. También hay que ser muy perversos para suponer que todo homosexual está enfermo y que su orientación sexual no fue producto de una decisión legítima sino de un trauma familiar.
Pienso que la gran paradoja de nuestra época es que la tecnología avanza más rápido que nuestra inteligencia social. Hemos inventado computadores inteligentes, mundos digitales y medios de transporte que consumen las distancias en cuestión de segundos. Hemos globalizado la aldea más remota e internacionalizado el aeropuerto más distante. Y, sin embargo, seguimos manteniendo una concepción profundamente arcaica del amor y la familia.
Por eso no me extraña que a este país lo sigan gobernado los mismos políticos de pensamiento ortodoxo y tradicional, ya que en el fondo hemos demostrado ser una sociedad conservadora, bastante torpe al evaluar la diversidad. Y si así va a ser toda la vida, déjenme decirles que la paz, la auténtica paz, está muy lejos de conseguirse.
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