Visitas

miércoles, 18 de febrero de 2015

Maricas, areperas y locas

Aquí en Colombia les dicen maricas, las llaman areperas o les gritan locas. Cuando van por las calles vestidos de mujeres la gente les arroja botellas y les agarra una nalga. Si se están besando en la banca de un parque todos los demás se alejan con la mirada asqueada y el chiste en la boca. En la familia los ocultan y en el colegio los quiebran. Si pasean por los andenes con un tumbao impropio alguien les grita: “¡pártete galleta!”.
Son ellos y ellas, los homosexuales, los que optaron por vivir del otro lado de la vida, en la resistencia, en la dolorosa minoría discriminada por las muchedumbres. Desde que crecen hasta que envejecen son juzgados, y todos los días hay quien les recuerda que aquello que están haciendo es pecado, que Sodoma pereció bajo la tormenta de fuego de un dios inclemente.
Aquí, en este país intolerante, ser gay, lesbiana o travesti es descender a los infiernos. Desde el instante en que una persona sale del clóset empieza a perder sus derechos. Es una situación interesante: cuéntale a la sociedad que eres gay y verás cómo ya no puedes casarte, ni adoptar, ni conseguir trabajo, ni enlistarte en el ejército o la policía, ni siquiera podrás formar una familia legalmente constituida por más ganas que tengas.
Y es que los prejuicios sociales que tiene Colombia son una mierda. En esta república del espanto pensamos que la población LGTBI quiere adoptar niños para violarlos y devastarles la infancia. Todo marica –suelen decir– es un pedófilo en potencia.
Hay que ser muy dogmáticos para creer que el amor es sólo un privilegio de la heterosexualidad. También hay que ser muy perversos para suponer que todo homosexual está enfermo y que su orientación sexual no fue producto de una decisión legítima sino de un trauma familiar.
Pienso que la gran paradoja de nuestra época es que la tecnología avanza más rápido que nuestra inteligencia social. Hemos inventado computadores inteligentes, mundos digitales y medios de transporte que consumen las distancias en cuestión de segundos. Hemos globalizado la aldea más remota e internacionalizado el aeropuerto más distante. Y, sin embargo, seguimos manteniendo una concepción profundamente arcaica del amor y la familia.
Por eso no me extraña que a este país lo sigan gobernado los mismos políticos de pensamiento ortodoxo y tradicional, ya que en el fondo hemos demostrado ser una sociedad conservadora, bastante torpe al evaluar la diversidad. Y si así va a ser toda la vida, déjenme decirles que la paz, la auténtica paz, está muy lejos de conseguirse.

http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/maricas-areperas-y-locas-8122

miércoles, 4 de febrero de 2015

El poder del miedo

Uno pensaría que en Colombia el mayor poder de los políticos es su capital económico o su influencia para mover las masas. Incluso se creería que la autoridad de un funcionario reside en las funciones que ejerce y en la soberanía que la democracia le otorga. Sin embargo, si algo ha mostrado la historia de este país es que el control social más eficaz de los políticos es nuestro miedo.
El miedo a ser despedidos, el miedo a no ser contratados, el miedo a que a un familiar sea removido de su cargo en la administración pública, el miedo a ser difamados y amenazados por grupos extraños o el miedo a que, un día cualquiera, nos maten. Por eso no hemos podido cambiar nada de nuestra realidad, porque oponernos a ciertas campañas electorales implica luchar contra una maquinaria que ha estado aquí por décadas.
En Cartagena esto es más común que cualquier otra cosa. En esta ciudad llegamos al punto de que es imposible decir lo que pensamos sin comprometer nuestra situación laboral o la de algún pariente cercano. Nos han fregado tanto con el miedo, que nos han cosido los labios y han comprado con puestos de trabajo nuestra conciencia de ciudadanos.
Los cargos de libre nombramiento y remoción son, hoy en día, la mafia más sutil de la política. Con ellos los candidatos condicionan nuestras opiniones, y he sabido de personas que han renunciado a sus principios sólo por entrar en el gabinete distrital. Es una lástima que en Cartagena no importe lo que creas sino el bando en el que estás. Ya no son requisitos esenciales nuestros méritos intelectuales sino el tráfico de nuestras amistades.
Nos han metido en la cabeza un apestoso formato social que nos obliga a votar por determinado candidato aunque no estemos de acuerdo con su moral o su plan de gobierno. Hemos permitido que la democracia haya dejado de ser un fin para convertirse en un medio, en una vía de acceso a la corrupción y la fama. Y todo esto porque estamos asustados, porque no tenemos el valor suficiente para decirle a esta gentuza aprovechada: ya basta.
Cartagena va a prosperar verdaderamente cuando tratemos a los políticos como servidores de la comunidad y no como reyes que la gobiernan y la intimidan. No vamos a elegir a estos personajes para que estén restringiendo nuestra autonomía, los vamos a elegir para que la defiendan. Ningún puesto de trabajo y ninguna amenaza van a despojarnos de nuestro sentido de la ética. Pienso que todavía hay tiempo para reformular esta clase política viciada y enferma. Todo es cuestión de dignidad y valentía.
Uno puede tener miedo de Dios o del amor, pero no de la política.