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miércoles, 27 de mayo de 2015

Sal y picante

Dicen que cuando Óscar Collazos ya no podía moverse él seguía escribiendo, porque cuando escribía sentía como si estuviera en movimiento. Dicen que lo mataron los periódicos antes de que muriera realmente y que en esa ocasión volvió de entre los muertos para trinar chistes con la yema de sus dedos. Si yo hubiera tenido la oportunidad de susurrarle unas palabras mientras estaba enfermo, le hubiera dedicado aquellos versos de Huidobro que indican que estamos en el ciclo de los nervios, que el músculo cuelga como recuerdo en los museos y que, por tanto, la mente vale más que el cuerpo.
Pero las personas que uno admira parten muy rápido de este mundo. Muchas veces se nos olvida el homenaje que hay que hacerles en vida y nos toca conformarnos con palabras de despedida y memorias que saben a epitafio, que huelen a formol y a cenizas.
Sal y Picante: ése era el nombre de la columna de Óscar Collazos en este periódico. Hoy lo retomo como un legado, como una revelación de que aquellos elementos son, precisamente, los que necesita Cartagena. Sal y picante para despertar de nuestra siesta idiota y advertir que los funcionarios que elegimos son la insignia oficial de la estupidez y la sinvergüenzura. Sal y picante para no vender el voto y denunciar al miserable político que lo compra. Sal y picante para tener el valor de tumbar con orgullo los monumentos coloniales de fundadores sin humanidad y de indias arrodilladas. Sal y picante para convertirnos en ciudadanos de verdad que se atrevan a cambiar este corral de escombros que solíamos llamar hogar.
¿Votarás por X candidato a la alcaldía sólo porque te prometió un puesto en el gabinete? Pues necesitas sal y picante para pensar en los demás. ¿Votarás por X concejal porque si no lo haces despedirán a tus familiares en algún cargo público? Pues sal y picante para que aprendas a tener dignidad.
Mientras no reflexionemos en torno al poder que tenemos como ciudadanos nada va a cambiar. ¿No la ven? Cartagena es una ciudad tan inmóvil, tan dura y tan gris que parece sacada de un documental sobre piedras gigantes. Hemos permitido que el lema de nuestros gobernantes sea que en Cartagena no ha pasado nada. Nadie está sufriendo, a nadie están excluyendo, nadie está robándose el erario, ningún museo de arte se está pudriendo, no hay concejales corruptos, no hay Juntas Administrativas Locales amañadas, no hay clanes políticos de dudosa reputación apoyando a varios aspirantes a la alcaldía, no hay alcaldes negligentes, etcétera, etcétera.
Pero ya está bueno, es hora de que los políticos sepan que somos más valientes y honrados de lo que piensan. Por eso, desde ahora, sal y picante para ellos.

miércoles, 13 de mayo de 2015

Las mujeres que he visto

He visto mujeres que parecen ciudades donde ha llovido todas las noches. Ciudades taciturnas, llenas de taxis y peatones solitarios que van de un lado a otro por las calles vacías. He visto mujeres duchándose que se ven como restaurantes nocturnos donde alguien se come la hamburguesa más triste del día. Mujeres desnudas bajo el telar de agua de la ducha, cosiendo y descosiendo su espumosa armadura de jabón y esmalte para uñas.
Mujeres que han entrado sin ropa al baño con el cabello desparramado por toda la espalda como un tatuaje que se escapa o una fuga de relámpagos. Mujeres que gozan solas y que construyen con el alma la antesala de una orgía. Mujeres de piedra que resisten en un templo de cascadas absolutas, rodeadas de acondicionadores y champús contra la caspa, cercadas por un mundo que en el agua no las asusta.
Mujeres que están hechas de sueños y que no se les puede despertar porque desaparecen. Mujeres sin cronología que se acuestan con el pasado desde el futuro más distante. Mujeres que esperan que alguien arroje una moneda a la fuente de los deseos para regalar sus besos. Mujeres que ya han inventado la máquina de los recuerdos.
He visto mujeres que cuando abren las manos liberan reflectores y aviones de guerra. Mujeres que en los pechos tienen soles de sangre y orquídeas brutales. Mujeres que son barrios y barrios que son grandes constelaciones de astros, brillando sobre el pavimento en su propio sistema de cuerpos estelares.
Mujeres blasfemas que dejaron a Dios para ir a abrazar soldados en los cines y pasear por las avenidas perforadas de luces fluorescentes. Mujeres celestiales que parieron diez mil hijos y los amamantaron con presagios y oraciones a la Virgen del Carmen. Mujeres de magma ardiente que quemaron con su labial rojo los cachetes de otras madres. Mujeres que fueron sirenas en el aire, cautivando con su canto a los pasajeros de un vuelo entre Cartagena y Manizales.
Mujeres que lloraron a todos sus esposos muertos y asesinados en combate. Mujeres que enterraron generaciones de primos, guerrilleros, sobrinos y oficiales. Mujeres que estuvieron allí cuando la bomba explotó esa tarde, cuando en el pueblo quisieron echarlos a todos y la vida se volvió un aciago catálogo de viajes. Mujeres infinitas que para entenderlas hay que hacer un curso intensivo en deidades. Mujeres sin poderes especiales que salen al trabajo con la capa y el antifaz de los héroes. Mujeres desesperadas que abortaron en clínicas amargas el fruto podrido de sus huestes.
A cada una de ellas las he visto entonando una canción de seda que sostiene con sus notas el mundo y en cuya letra terminan y empiezan todas las leyendas.