Aquel que diga que la champeta no es algo valioso para Cartagena es porque no conoce el corazón de esta ciudad tan bella. Quien piensa que el champetúo es un delincuente y un desadaptado social, está mal de la cabeza. No hay gente más bacana, ni más feliz, ni más vacilada que la que se identifica con la champeta. Así que basta ya de prejuicios.
Estos champetúos son los que están buscando que a la champeta se le declare Patrimonio Inmaterial de Cartagena. Un proceso fundamental por varias razones. Primero, porque es necesario que a este género se le dé un reconocimiento institucional por parte del gobierno distrital y de las autoridades gubernamentales en general. Así tal vez nuestros políticos por fin propongan proyectos idóneos a nuestra identidad cultural y no sólo se dediquen a usar la champeta para musicalizar los eslóganes de sus campañas electorales.
Segundo, porque la champeta trasciende el ámbito musical para convertirse en el gallardete social de los excluidos. Los champetúos no discriminan, no distinguen entre blancos, indios y negros, a su comunidad entran los ricos, los pobres, los “Bienmiamor”, los ninguneados por los alcaldes y presidentes. Un gobernante que entienda esto sabrá que en la diversidad de la champeta está la paz que tanto se busca para los barrios asediados por la violencia.
Y tercero, porque creo que, de alguna u otra forma, la champeta nos ha enrumbado a todos. No hay estudiante, maestro, embolador, conductor de buseta, vendedor de lotería, enfermera, mototaxista, carretillero, fritanguera, cocinera de corrientazos, poeta, barrendero, vigilante o palenquera que no se haya espelucado al menos una vez en su vida escuchando un clásico del Sayayín, Louis Tower, Elio Boom o un nuevo tema de Kevin Flórez.
Cartagena está repleta de champetúos, y así debe ser. Alguna vez le oí decir a un amigo oriundo de Medellín que todo paisa tiene una finquita en el recuerdo. Con el mismo entusiasmo me atrevo a decir que todo cartagenero –quizás todo costeño– tiene un picó y una champeta atravesados en el alma. Un “Pato Donald”, “Viejo zorro”, “Mala hierba” o “Echen agua” que nos engolosina las nostalgias.
Por eso es que todos debemos preservar este patrimonio champetúo: para que las nuevas generaciones puedan gozar y evocar como lo hemos venido haciendo nosotros.
Los niños y niñas del futuro tienen que crecer sabiendo que quien baila champeta no sólo aprende a hacer camitas con el cuerpo y tirarse el pase de los tres golpes. El champetúo verdadero raspa las suelas de sus chancletas y encuentra en el ritmo la epifanía de una cultura.
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