En un afán por hacer de Cartagena una ciudad digna de sus murallas y su pasado colonial, ciertos grupos inescrupulosos le han atribuido a la champeta un millón de mentiras. Guiados por el prejuicio a los negros y a los pobres han dicho que la champeta produce violencia, que el contenido de sus letras es superficial, que no es autóctona porque sus bases musicales son puros plagios, que propicia un baile plebe e inmoral y, más absurdamente, que genera embarazos en adolescentes.
A esa gente le quiero decir que Cartagena no es “la fantástica”, lo siento mucho por ellos pero no, Cartagena es la champetúa. A mucho orgullo seguimos golpeando las palabras, andando sobre un par de chanclas tres puntadas y comprando en las tiendas el económico tóxico de salchichón y pan. Nuestra nostalgia no es la de los conquistadores ni la de los piratas ingleses, nos importa un bledo la grandeza inventada de Pedro de Heredia. Lo nuestro es otra cosa, una vaina chévere y revolucionaria que guarda en su interior el laborioso germen de la libertad y la expresión sexual.
Así les cueste aceptarlo, muchos ya eran champetúos incluso antes de que escucharan su primera champeta. En el desayuno de tajadas fritas de plátano verde con queso, en el bullicioso llamado del vendedor de aguacates, en el primer abanico comprado en Bazurto o bajo una carpa roja un domingo por la tarde en las playas de Marbella.
La champeta está en todas partes, imposible resistirse a sus encantos. Quien huye de ella también está huyendo de esta tierra. Por eso sobran las razones para defenderla y no entiendo cómo es que todavía existen personas que buscan desprestigiarla y sustituirla por el imaginario banal de sus postales virreinales.
Algún día sé que se oficializará a la champeta como Patrimonio Inmaterial de Cartagena, porque hay ocasiones en las que el picó de un vecino es la mano invisible que le da cuerda al barrio y lo mantiene andando por encima del sórdido vaho de la noche y la pobreza. He visto viejos “long play” transformarse en planetas de rotaciones magníficas en cuya fuerza gravitacional se quedan atrapadas todas las fiestas. Y si eso no es patrimonio, ¿qué puede serlo? Y si eso no es cultura ¿qué es cultura?
Ya llegará la fecha en la que aquellos políticos que reniegan de sus raíces entiendan que esta ciudad es la más champetúa del mundo. Entonces ahí sí podremos hablar de sentido de pertenencia y de cultura ciudadana, porque a fin de cuentas lo que nos están enseñando a respetar hoy en día, parece que no nos pertenece. La champeta, en cambio, sí es nuestra. Protéjanla, sinvergüenzas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario