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viernes, 24 de febrero de 2017

Hipocresías informales

En la plaza de San Pedro Claver, frente al atrio de la iglesia con el mismo nombre, hay un vendedor de ‘raspaos’ al que las autoridades jamás se han atrevido a desalojar en su afán por ‘recuperar’ el espacio público ocupado por los vendedores informales. Lo mismo ocurre con un embolador de zapatos, un peluquero, un reciclador de chatarra y una mesa en la que cuatro tipos herrumbrosos vienen jugando el mismo juego de dominó desde hace casi veinte años.
A ellos ningún funcionario les ha puesto un dedo encima. Claro, cómo no, si son esculturas, si en el pecho no les late sangre tibia sino una placa de metal. Los turistas que transitan por la plaza se les acercan en grupo y se toman una fotografía que luego suben al Facebook o al Instagram, contentos de haber posado junto a lo que consideran una obra de arte que habla de la riqueza popular de la ciudad.
De esas mismas fotografías están llenas las guías turísticas y con esos mismos vendedores informales la Alcaldía ha promocionado a Cartagena como un destino cultural: palenqueras, fritangueras y carritos de ‘raspao’ desfilan en cada una de las propagandas institucionales; “Te invito al Corralito de Piedra” dice un carretillero sonriéndole a la cámara, “Ven a La Fantástica” comenta una mujer de piel negra disfrazada con un vestido de colores tropicales.
Pero mucho cuidado: que al carretillero no se le ocurra pensar que es algo más que un adorno publicitario, algo más que una escultura de hierro oxidada en una plaza que sólo pueden invadir con absoluta impunidad los restaurantes y los hoteles de ‘lujo’. Que no se vistan los butifarreros, porque no van, que no se ilusionen los vendedores de limonadas, flautas y jugos de borojó, porque en esta ciudad tan clasista ellos sólo hacen parte de la fachada cultural, y su participación está restringida al tenebroso ámbito de las imágenes promocionales.
En esta ciudad los dirigentes políticos se jactan en público de una cultura popular cartagenera que a puertas cerradas aborrecen. ¿Cuántos alcaldes y concejales no musicalizaron sus eslóganes de campaña con un ritmo champetúo y luego censuraron a la Champeta desde sus cargos electos? ¿Cuántos de esos tipos no se han fotografiado al lado de un pescador o de un vendedor de tintos y después los ve uno vociferando contra los ciudadanos que sin oportunidades laborales han salido a ganarse la vida en las calles?     
La hipocresía, señoras y señores, es algo muy jodido.

viernes, 3 de febrero de 2017

El muro de Cartagena

Cartagena fue los Estados Unidos de la era Trump antes de que los mismos Estados Unidos lo fueran. Antes de que se pusiera de moda hablar de muros fronterizos de 3200 kilómetros de largo, Cartagena ya era la ciudad amurallada, el corral de piedra, el habitáculo colombiano de la exclusión y la indiferencia.
Que no nos extrañe ver que el gobierno de un país que basó su desarrollo industrial y cultural en los inmigrantes hoy quiera asestarles una puñalada en la espalda: eso en la capital del departamento de Bolívar es cuento viejo. Desde hace décadas que vivimos la repetida y triste historia de nacer en una ciudad que ya no nos pertenece, que nos excluye de sus espacios aunque éstos hayan sido levantados sobre la sangre de los indios y con el sudor de los negros esclavizados.
La consigna de quienes han gobernado a Cartagena siempre ha consistido en erradicar todo lo que surja de los sectores populares, es decir, todo aquello a lo que nuestra “aristocracia” política le parezca que hiede a pobre, a indio, a afrodescendiente, a champetúo. Y aunque el alcalde Manolo no pertenezca a esa “aristocracia” (como Trump, que tampoco pertenecía al Establishment gringo) su gestión pública sigue ejecutándose en función de las tradicionales políticas de exclusión: basta con ver las contradicciones en la Gerencia del Espacio Público y Movilidad Urbana, cuyos funcionarios desalojan con violencia a los vendedores informales al tiempo que permiten (muy complacientemente) que los restaurantes y hoteles ocupen las plazas y calles de la ciudad.  
La idea es vaciar el territorio, arrebatárselos a quienes lo “afean” y erigir luego un muro de decretos, impuestos, concesiones y prejuicios que garanticen que el negro, el indio, el pobre y el champetúo no vuelvan.
En sus memorias, García Márquez cuenta que, durante cien años, en la Torre del Reloj hubo un puente levadizo que comunicaba al Centro Histórico con Getsemaní y las familias que vivían entre los manglares de los alrededores. Decía Gabo que los colonos españoles alzaban ese puente desde las nueve de la noche hasta el amanecer, “por el terror de que la pobrería de los suburbios se les colara a medianoche para degollarlos dormidos”.
Es evidente que aquel puente levadizo nunca ha desaparecido. El miedo y el desprecio que las clases dirigentes le tienen a los sectores populares de la ciudad lo mantienen activo. El nuestro es un puente que bajan durante las campañas electorales y que luego vuelven a subir cuando ya no nos necesitan para legitimar su democracia de paja.