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viernes, 3 de febrero de 2017

El muro de Cartagena

Cartagena fue los Estados Unidos de la era Trump antes de que los mismos Estados Unidos lo fueran. Antes de que se pusiera de moda hablar de muros fronterizos de 3200 kilómetros de largo, Cartagena ya era la ciudad amurallada, el corral de piedra, el habitáculo colombiano de la exclusión y la indiferencia.
Que no nos extrañe ver que el gobierno de un país que basó su desarrollo industrial y cultural en los inmigrantes hoy quiera asestarles una puñalada en la espalda: eso en la capital del departamento de Bolívar es cuento viejo. Desde hace décadas que vivimos la repetida y triste historia de nacer en una ciudad que ya no nos pertenece, que nos excluye de sus espacios aunque éstos hayan sido levantados sobre la sangre de los indios y con el sudor de los negros esclavizados.
La consigna de quienes han gobernado a Cartagena siempre ha consistido en erradicar todo lo que surja de los sectores populares, es decir, todo aquello a lo que nuestra “aristocracia” política le parezca que hiede a pobre, a indio, a afrodescendiente, a champetúo. Y aunque el alcalde Manolo no pertenezca a esa “aristocracia” (como Trump, que tampoco pertenecía al Establishment gringo) su gestión pública sigue ejecutándose en función de las tradicionales políticas de exclusión: basta con ver las contradicciones en la Gerencia del Espacio Público y Movilidad Urbana, cuyos funcionarios desalojan con violencia a los vendedores informales al tiempo que permiten (muy complacientemente) que los restaurantes y hoteles ocupen las plazas y calles de la ciudad.  
La idea es vaciar el territorio, arrebatárselos a quienes lo “afean” y erigir luego un muro de decretos, impuestos, concesiones y prejuicios que garanticen que el negro, el indio, el pobre y el champetúo no vuelvan.
En sus memorias, García Márquez cuenta que, durante cien años, en la Torre del Reloj hubo un puente levadizo que comunicaba al Centro Histórico con Getsemaní y las familias que vivían entre los manglares de los alrededores. Decía Gabo que los colonos españoles alzaban ese puente desde las nueve de la noche hasta el amanecer, “por el terror de que la pobrería de los suburbios se les colara a medianoche para degollarlos dormidos”.
Es evidente que aquel puente levadizo nunca ha desaparecido. El miedo y el desprecio que las clases dirigentes le tienen a los sectores populares de la ciudad lo mantienen activo. El nuestro es un puente que bajan durante las campañas electorales y que luego vuelven a subir cuando ya no nos necesitan para legitimar su democracia de paja.

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