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martes, 22 de julio de 2014

Crónica de una coctelería de 24 horas

Hace tres años, mientras Samir Prens preparaba un coctel de camarones a un taxista, Eliana Quiñones lo miraba. Lo hacía desde su puesto de comidas rápidas a unos pocos metros de la coctelería. Su cara, oculta tras el vapor de las salchichas y el crepitar de los chorizos en la plancha, era la de una mujer que sabe que va a enamorarse. Las varias noches que llevaban trabajando juntos, uno al lado del otro, los habían unido en secreto y siempre de la misma forma: ella mirándolo en su carrito de perros calientes y él sabiendo que lo observaban, resguardado en su glorieta de mariscos y frascos industriales de salsa de tomate.
La verdad es que estaban condenados a amarse desde que empezaron a coincidir en los turnos nocturnos. A veces, cuando la clientela de ambos parecía desaparecer en el silencio de la madrugada, no había otra opción que hablarse para no morir de sueño. Samir Prens fue el primero que rompió el hielo de la conversación. Cuando el tiempo iba más allá de la medianoche, se dirigía hacia el puesto de Eliana y la saludaba. Tenía entonces 36 años, usaba bluyines oscuros, suéter blanco y un delantal enorme que en lo único que se diferenciaba de una bata de laboratorio era que tenía el dibujito de un camarón anaranjado en el pecho. Antes las horas se les iban viendo televisión (cada uno por su lado) hasta que en la programación nacional salían las barras multicolores anunciando el fin de la emisión. Ahora, que Eliana no sólo lo miraba por sobre el vaho de las hamburguesas, sino que también dialogaban, podía el sol salir sin ningún apuro, porque el presentimiento de que ella se iba a enamorar había comenzado a hacerse efectivo.
La Coctelería de La Torre está ubicada entre el monumento a Cervantes y la avenida que divide al Banco Popular con el Parque del Centenario. Es la misma avenida que se llena de personas que intentan embarcarse en uno de los tantos colectivos que llevan hacia la Bomba del Amparo. En este momento hay un excedente de taxistas producto del reciente paro de conductores de buses que les ha dejado libre el camino. Buscan entre los transeúntes a un potencial pasajero. Llego a la coctelería donde está Samir Prens atendiendo a sus clientes, tiene 39 años, usa su uniforme de siempre y una gorra negra de la Harley Davidson. Detrás de él, ayudando y portando el mismo uniforme, se encuentra Eliana, ahora convertida en su esposa. Les pregunto cómo es posible que en esta historia de amor no haya habido ningún inconveniente y Eliana me responde de inmediato:
– Sí los hubo. Llegó un momento en que se me acabó el contrato y me salió otro trabajo mejor, así que me fui a otra parte a trabajar. Pero él no dejó de llamarme. Me siguió hablando hasta que hicimos más fuerte la relación. Entonces yo quedé embarazada y más tarde él me pidió que le ayudara aquí.
Entonces supe que aunque existan huecos en la carretera, los enamorados siempre tendrán su pedacito de asfalto para continuar sin problemas.

Turnos de 24 horas
Desde que Samir trabaja en la Coctelería de La Torre tiene un turno que se  inicia a las 8 de la mañana y termina a las 8 de la mañana del día siguiente. Luego descansa un día completo para volver a comenzar. Al principio, salía al Centro y regresaba a su casa en bicicleta, pero el cansancio de las horas de insomnio terminaron cobrándole una multa que casi acaba con su vida: una vez, volviendo a su casa, se durmió en plena carretera y sólo se despertó cuando su bicicleta chocó contra un carro detenido. Desde entonces, se transporta exclusivamente en mototaxi.

Me dice Samir que el sueño es lo peor. A veces él y Eliana se quedan dormidos en las sillas plásticas de los clientes hasta que alguna persona los llama para pedirles una gaseosa o un coctel. El televisor de 22 pulgadas hace mucho que dejó de entretenerles y no son todas las veces que pueden quemar las horas viendo las series gringas que pasan por el Canal Caracol después de las 12. Ocasionalmente, Samir conecta un DVD y pone una película que les mantenga alertas de los indigentes o borrachos que a veces se acercan para gritarles sandeces o robarles las sillas. Si la película es buena pueden vigilar su tierno patrimonio de mar compuesto por un nevecón de Coca-Cola, ocho frascos grandes de salsa de tomate, uno de mayonesa, un lavaplatos para enjuagar el marisco procesado y un pote con mentas para combatir el aliento a cebolla.
– A pesar del cansancio, este oficio enamora –dice Samir.
Y le creo. En este oficio encontró a su esposa y ha podido mantener a sus hijos. Supongo que ya debe tener el mismo corazón noble de los pescadores que pueden soportar la derrota de los días en que no cogieron nada. Van ocho años de alimentar poetas insomnes que se desvelan viendo el Reloj Público, ocho largos años brindándoles cocteles a cocheros, taxistas, meseros y pasajeros de colectivos. Una jornada laboral de 24 horas nada más puede recompensarla la melancólica república de vagabundos y automóviles que a esa hora brillan y se agitan bajo las luces amarillentas de los postes, como queriendo organizar un baile secreto para aquel que se esfuerza en la vida.
Sé que Samir Prens no se aburre de ser coctelero, porque cuando le pregunto si todavía disfruta comiendo sus propios cocteles de camarón me responde con picardía:
–Claro que sí. Imagínate: ya llevo cuatro hijos a punta de coctel de camarón.




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