Muchos de ustedes ya están grandes y lo saben: antes de que las canicas se volvieran trastos para decorar floreros o peceras nosotros solíamos jugar con ellas a la bolita de uñita. Todos guardábamos una colección de bolitas dentro de una media o en el tarro de la leche Klim y esperábamos el final de las clases para empezar a jugar nuestra guerra de trampas sutiles y puntería. Con el paso del tiempo estas bolitas se perderían debajo de la cama o quedarían estancadas en un rincón del patio junto a las macetas y a los balones espichados como pequeños planetas olvidados por sus dioses.
En esos años nada fue tan esencial como el hoyito. El pelao más birrioso era el que buscaba una tapita de gaseosa y empezaba a cavar con ella en la tierra de un parque o de una terraza, hasta que hubiese un hueco en donde pudieran embocar las canicas. Entonces alguien trazaba una línea y desde ahí todos arrojábamos nuestras bolitas de uñita para asignarnos los turnos dependiendo de quién había quedado más cerca del hoyito, no sin antes aclarar si íbamos a jugar a la verdad o a la mentirita, porque para ser francos, deseábamos con ansias pelar al adversario, de modo que no íbamos a aceptar que alguien no pagase sus derrotas con canicas.
Llegó a ser tanta la birria de este juego que Cremhelado sacó paletas que venían con canicas especiales, de esas que no podíamos conseguir en las misceláneas a 3 por cien pesos, sino que teníamos que ganarlas apostando nuestras bolitas más sagradas.
Ahora que ya esas bolitas no existen, que mis amigos crecieron y que toda esta anécdota es historia, siento que el hueco que se cerró en la tierra de nuestro barrio terminó por crecernos en el pecho, dejando un vacío irrecuperable. A las generaciones que vienen sólo les queda un reguero de planes postpago y teléfonos inteligentes. Nada de bolita de uñita.
Me pregunto si de tanto haber restregado una a una nuestras tradiciones ya sólo nos quedan escombros y cenizas, muy parecidos a esa mugre que nos sale cuando frotamos, entre sí, las palmas de las manos. Me pregunto si aquellos niños que hoy se la pasan en sus tabletas y mandando mensajes por WhatsApp conocen la emoción del contacto humano, la nostalgia por el patio, la palabra “perrito guardián” o la técnica de “la pitica jalá”. No sé, quizás esté exagerando. Pero estoy seguro de que con el desarrollo descabellado de la tecnología, algo fundamental hemos perdido.
De todas formas es importante tratar de recuperar los juegos populares porque se aprende mucho. Por ejemplo, todo aquel que jugó bolita de uñita sabe y recuerda que cuando arrepechas y embocas también pagas y te vas: ésa es la verdadera definición de la vida.
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