Cuando
Jhair Ghisays sale de su casa todavía no es de noche. La tarde es apenas una
melancólica luz azul que se extingue entre campanazos de iglesia y colegios que
sueltan a sus estudiantes de la jornada vespertina. Por lo menos así es la
tarde en el Paseo Bolívar, el barrio donde vive Jhair. Allí, a las 6:00 pm, los
postes amagan con encenderse y el señor que reparte peto conjura con su grito
el himno nacional que recién empieza a sonar en todas las emisoras de radio.
Esa también es la hora que Jhair escoge para irse a trabajar hacia el Centro
Histórico y ganarse la vida vestido como un mimo.
Entonces
avanza hasta la esquina del paradero con el sombrerito negro en el sobaco y mientras
camina va maquillándose a ciegas como si no necesitara de los espejos porque en
su memoria estuvieran conservados los linderos de su rostro.
Uno
no se imagina que tenga que coger dos busetas para un viaje tan corto. Con un
colectivo bastaría. Pero él mismo cuenta que se monta en la primera buseta que
se detenga en el semáforo de Torices y luego agarra otra en el semáforo del
Fuerte San Felipe, ésta sí lo lleva a su destino. En ninguna de las dos paga el
pasaje, pues su juego de pantomimas y remedos comienza ahí mismo: en el escenario
rodante del transporte público y con un auditorio cansado por las horas pico y
los trancones infinitos que brinda la mala organización de la ciudad.
Son
las 8:02 pm, busco a Jhair en cada plaza del Centro, espulgando su forma entre
las multitudes. Su número de celular me manda al buzón de mensajes. Su rastro
entre el público es imposible de seguir ¿qué pistas puede dejar alguien que se
dedica a imitar las huellas de los demás? De pronto, en el bordecillo de un
andén aparece este mimo. Está tomándose una chicha de arroz, blanca como su
propia cara empatada de dióxido de titanio y crema cero. Nos damos la mano y
nos dirigimos hacia la Plaza de Bolívar. Por dentro me preparo para el
milagroso acontecimiento de escuchar hablar a un mimo. Romper el silencio de
estos artistas es como violar una ley de la naturaleza y tengo miedo de que sea
muy grande el castigo para aquel que se atrevió a hacer cantar a las piedras. Precisamente esa es la primera imagen que se
me viene a la cabeza cuando observo la tez grisácea de Jhair: la lágrima negra
que ha dibujado en uno de sus cachetes sólo puede recordarme el color de los
escombros.
– ¿Por qué la pantomima y no otro modo
de vida?
–
Porque siempre me ha gustado que la gente se ría, y el arte más difícil es hacer
reír a los demás. No todo el mundo puede sacarle una sonrisa a una persona sin
faltarle el respeto y haciéndolo sentir bien y que además te den propina por
eso. Me gusta ese reto.
– ¿A quiénes te gusta imitar más?
–
A las parejas, en especial a los novios jóvenes. También a los extranjeros. A
ellos les hago un acto de presentación primero, me hago ver con un saludo u
otra cosa y si veo que sueltan una sonrisa me digo “estos son”.
– ¿Quieres seguir siendo un mimo en el
futuro?
–
Sí claro, siempre quiero seguir siendo el mimo. No tengo un seguro ni
prestaciones sociales pero no trabajo ocho horas diarias ni me la paso viviendo
bajo patrones.

–
Hay mimos que imitan a un cojo sólo porque otra persona le paga para eso, yo no
lo acepto –dice.
Vamos
quemando los minutos. Conversamos sobre sus 41 años, sobre lo que había sido su
matrimonio y en lo que se había convertido, me enumera a sus cuatro hijos y
resalta que la hija mayor ya se casó y le dio un nieto. Después damos por
terminada la entrevista y los dos permanecemos en silencio. Nos estrechamos las
manos y miramos juntos la aparente soledad de la Plaza de Bolívar. Se me ocurre
que como vivo en Daniel Lemaitre podemos tomar el mismo colectivo de regreso.
Así que le pregunto casualmente:
– ¿A qué horas terminas de trabajar?
Con
tremendo suspiro el mimo me dice:
–
Te voy a contestar espiritualmente: termino cuando el ángel muestre.
Y
sin entender muy bien lo que quiso decirme en esa frase desecho la posibilidad
de devolverme con él. Cuando el mimo se pierde otra vez entre las multitudes de
turistas y vendedores ambulantes me siento solo, pero luego recobro el buen
humor al darme cuenta de que Jhair prepara un acto solamente para mí mientras
se aleja.
Borges
escribió que los espejos y la cópula eran abominables porque multiplicaban a
los hombres. Yo en cambio pienso en las cosas hermosas que surgen de los
calcos: la luna en las aguas quietas de la ciénaga, el alba pintada sobre los
mangos maduros o los hijos que al nacer eternizan el semblante de sus padres.
Pienso en los satélites rocosos que brillan por la luz de otros astros y en nuestros
sueños más íntimos que se inspiran con el acertijo de luciérnagas que nos
plantean las estrellas. Pero sobre todo pienso en Jhair Ghisays y su día a día:
en la paradoja de imitar a los demás, él inventa una nueva forma de vida.
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