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lunes, 21 de julio de 2014

El peto sí pasa por Lemaitre


Faltando media hora para las siete de la noche, el vale del peto pasa por Lemaitre.Eso me dijeron los mototaxistas hace unos pocos minutos, antes de que el sol se perdiera entre las casas viejas del barrio. Pero son las 6:30 y Juan David Mendoza no ha llegado todavía. Una multitud de personas se aglomera en el andén y lo espera con billetes de mil pesos en las manos.
Las calles parecen de mentira, están suspendidas en una trama incierta que nada más puede apreciar el que tiene hambre y está cansado. Todos estamos a la expectativa: los albañiles, la señora del chancela peluquera del vecindario. Ellos con hambre y yo con una entrevista. “Ya este man no viene”, dice alguien.
Pienso que el del peto nos ha pasado por manteca. Un sentimiento común si tenemos en cuenta que eso es lo que han hecho los gobiernos con los habitantes de aquí: aún hay calles sin pavimentar y colegios públicos a punto de caerse. Pero la falta de confianza en las rutinas dura muy poco porque pasados unos instantes oímos un grito. Una voz que se extiende. Un llamado profundo y extraordinario como de dioses hablándonos en sueños.
“No joda, al fin”, suspira uno de los albañiles, maravillado por la llegada del señor del peto que debe compensar con rapidez sus diez minutos de retraso. Aprovecho su entrada para entrevistarlo mientras él va atendiendo a las personas.
¿Estudiaste alguna carrera antes de vender peto?
- “Sí. Soy técnico constructor egresado del Sena”.

¿Y por qué escogiste la venta peto como sustento de vida?
- “Porque al lado de una casa que estaba remodelando en El Socorro había un negocio de peto y los muchachos que trabajaban ahí se hicieron muy amigos míos. Cuando ellos tuvieron más confianza conmigo me propusieron que pusiera un negocio de peto, que ellos eran mis vendedores. Y a mí me sonó la cuestión”.

¿Ellos te dieron la receta?
- “La receta me la dio un joven que trabajaba con los que me propusieron el negocio. Hoy la receta no es la misma porque yo le he implementado otras cosas para darle mejor sabor”.
Le pregunto qué son esas “otras cosas” pero Juan David se incomoda. Preserva con su silencio el secreto de su fórmula especial. Miro el reloj: son más de las siete. Ya a esta hora no quedan rastros del día, solamente el calor que aún conserva el asfalto por la inclemente temperatura de la jornada. Y es este fogaje que fatiga y merma todas las energías el que dispara las ventas de peto. Se lo digo a Juan David que asiente con su cabeza canosa y a medio rapar. Aclaro: él tiene canas pero no está tan viejo.

A sus 54 años, este guajiro oriundo de Fonseca lleva dos décadas recorriendo todo Crespo, Santa María, Crespito, Lemaitre y el Barrio Militar a punta de pedal. Un viaje que se inicia a las 5:00 p.m. y que suele terminar a la medianoche, cuando se estaciona a las afueras del aeropuerto para ofrecerles su peto a las personas que esperan a sus familiares en el último vuelo de las once. Allí conversa con los taxistas y el personal del aseo, donde de vez en cuando surge una historia de terror que los despierta del susto o los previene contra la sordina de la madrugada; aunque me basta con observar el número casi infinito de rosarios colgados alrededor del cuello de Juan David para convencerme de que él no puede temerle a nada: lo protegen toda una procesión de cristos y cruces que se derraman sobre el pecho de una camisa en la que ya casi no se ve el estampado de un candidato a la alcaldía. 
¿Esos rosarios que lleva puesto tienen sus historias?
- “Muchas. Tengo un hijo en una escuela de fútbol y hemos hecho excursiones en donde las mamás de los niños me han regalado varios rosarios. También tengo una ‘aseguranza’ en tres de los que llevo puestos”.

¿Está consciente de lo importante que se ha vuelto su grito entre la gente?
- “Claro, yo me distingo. Han querido imitarme pero el grito mío es bastante agudo”. Entonces Juan David toma aire y entona su característico pregón que tantos años ha permanecido en la memoria colectiva de los barrio: “¡El petoooo!”

Tampoco él puede zafarse de la trascendencia de su grito. Me cuenta que a veces, cuando no está pedaleando en el triciclo del peto, se le escapa uno que otro llamado involuntario que a más de uno ha dejado confundido y con las manos vacías.
“Es la costumbre”, dice riendo. “Me sucedió con una señora del Barrio militar que quería peto y yo no supe cómo disculparme porque no tenía, sólo grité”.
Es curioso, las rutinas de los que viven en Cartagena tienen que ver más con los sonidos que con el tiempo mismo. Uno se levanta con el grito del carretillero, almuerza con el sonido de la propaganda de Bretaña antes del noticiero y recibe la noche con el pregón del peto.

Es como si aquello que los científicos llaman reloj biológico no fuera otra cosa que una colección de notas musicales extraídas inconscientemente de un concierto dedicado a la vida cotidiana. No hay día que acabe sin que escuchemos a Juan David Mendoza. Hay cierto encanto en el elemento que reparte, cierto embrujo en su olla rodante calentada con una ‘Esso’ candela y mil quinientos pesos de gas.
No puedo precisar qué es lo que tiene este alimento que nos despierta la misma nostalgia con la que muchos de nosotros evocamos la Bienestarina.
Debe de ser por el nombre del negocio: Súper Peto del Caribe o tal vez por sus ingredientes primitivos (maíz, azúcar, leche, canela, clavito y arroz crudo licuado). Lo cierto es que cuando el peto pasa por Lemaitre, la esperanza, que tanto nos hace falta, deja de parecernos ese fantasma intocable que ha sido siempre.

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