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lunes, 21 de julio de 2014

Estado laico, no estoico

Recientemente el personero de Cartagena, William Matson, declaró que el abandono de la ciudad, al menos en su alumbrado navideño, hacía referencia a la obligación del Estado de no gastar sus recursos en cuestiones religiosas.
La frase fue dicha con un aire intelectual, con el gesto de quien elabora un testimonio ingenioso. A mí, en cambio, me parece torpe y desmedido que se justifique la falta de iluminación navideña con el argumento de que estamos en un estado laico y por lo tanto no hay razón alguna para invertir en celebraciones religiosas. Una afirmación así carece de reflexión social.

No digo que esté mal separar la Iglesia del Estado, esa es una posición que siempre he defendido, en especial cuando se debaten las libertades de las comunidades LGTBI, pero con la Navidad ocurre algo interesante: ha dejado de ser un fenómeno religioso para convertirse en uno cultural. Se ha vuelto una buena excusa para reunirse con los vecinos en las noches melancólicas del barrio. Ocasiones como éstas deberían ser impulsadas por el Estado, porque no censuran ninguna libertad (como en el matrimonio o la adopción entre homosexuales) sino que proponen un delicado instante para la integración de las personas.

Hoy la Navidad ya no tiene que ver con Dios, ni con la fábrica de Santa Claus, ni con los pinos importados cubiertos de nieve artificial. Más allá de todo el montaje económico es, sin duda, una cátedra para aprender a estar con la familia, aunque cada año parezca un poco más triste, quizás porque la gente va muriéndose y los que quedan se pierden en el crucigrama brusco de los días.

Para el alumbrado de este año lo mejor será decir que en una ciudad que ha rotado cinco veces de alcalde en ese mismo tiempo no hay las condiciones políticas para poner alguno más bello. O reiterar que hay otras problemáticas más importantes que solucionar. Pero no por el laicismo que supuestamente preserva el Estado. Es éste uno de los pocos casos en donde el argumento queda fuera de su utilidad.

No se trata de una lucha entre los feligreses y los no creyentes para demostrar quiénes son mejores gobernando. Creer en Dios no hace del ser humano un intelectual, ni ser ateo tampoco. Sólo cuando se busca el bienestar de los que ya no tienen nada se empieza a serlo, y la Navidad es el imaginario de los que lo han perdido todo.

Tal vez no sea necesario el carnaval de foquitos sobre la piedra meada de las murallas, ni las estrellas falsas guindadas a un costado de los postes. No son urgentes los trineos, ni los árboles incandescentes en los parques como incendios controlados. La ciudad tiene su propio pesebre de casas viejas y agrietadas donde cada hora nace un esclavo bajo los astros, recibido sin ángeles, sin reyes que le lleven algún regalo. Sólo una brisa fría que rueda recuerdos en el cráneo, nada para perpetuar al pobre individuo a través de la historia: aquel paisaje es el que tenían que haber quitado.

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