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lunes, 21 de julio de 2014

La arena te va a matar

La primera vez que fui a la casa de Petrona Martínez el cielo sobre Bolívar no pesaba tanto. Uno podía viajar y observar el paisaje a través de la ventanilla del carro sin sentir que el aire se te iba a venir encima como una lluvia de candela.
 Eso sólo sucede ahora, cuando parece que la misma naturaleza quisiera fusilar nuestro paso por el mundo. El pequeño Renault se detuvo sobre el camino que conduce a San Basilio de Palenque. Bajamos y pisamos el polvo de la entrada. Los perros empezaron a ladrar. Alguien gritó: Petro, te buscan, pero ella no salió, sino que nos hizo pasar hasta el patio para no tener que levantarse de la mecedora.

Adentro hablamos del nacimiento de sus composiciones, de los dolores en la espalda, de la creciente del arroyo mientras se iba formando un círculo de lamentos en prosa que meses después una persona me explicó que se llamaba bullerengue sentao. Afuera, los totumos amontonados parecían calaveras. Ni ella ni nosotros podíamos disimular el disgusto por el contraste entre seres legendarios y su calidad de vida.        

Antes de irnos volvimos a mirar la casa: la mujer maravillosa de hacía poco, regresaba otra vez a su triste rutina doméstica. Sólo entonces advertimos el bombardeo del tiempo, aquella residencia explícita y miserable levantada entre el monte.

No cabía duda del olvido.

Los artistas están condenados en un país como este. No hay calidad en los incentivos culturales, no hay disposición de las estructuras de poder para administrar el arte, para desarrollarlo y tenerlo en cuenta como un elemento básico en la evolución de nuestras generaciones. Ésta es la sociedad que nada más alcanzará a decir, Allí el poeta que murió de hambre, Allí el pintor con los bolsillos rotos como abismos de trapo, Allí la Reina del Bullerengue perdida y pobre en los cuatro puntos cardinales.

No es extraño que quien sale exitoso de aquella indigencia quiera irse a vivir lejos del país, donde no tenga que morirse con el bolígrafo en la mano o las témperas vacías. Tampoco lo es que la misma gente que un día los vio por las calles de su ciudad comience a tachar a esos de artistas ingratos, de apátridas, de egoístas sin propiedad sobre su tierra natal. Pero es que aquí los artistas no se van: los echan. Y lo hacen descaradamente con una incompetencia gubernamental que se parece mucho a la desgraciada convicción de que con el arte y el folclor no se logra nada. 

Es increíble que en una nueva visita la casa de Petrona Martínez siga siendo exactamente igual a como yo la había visto: un baluarte exterminado por el paso de los años, habitada por fantasmas silenciosos, sostenida entre paredes peladas y sillas de plástico remendadas con alambre. Es más chocante todavía, que por allá al fondo, en el patio solitario, se encuentre una Reina de bastante edad intentando llorar por el peso de cargar sola con tantos calendarios.

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