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martes, 22 de julio de 2014

La ciudad del nombre quebrado

En un libro de Paul Auster hay un personaje que busca obsesivamente una lengua divina donde las palabras no le pierdan el hilo a los cambios que ocurren en la realidad, de tal modo que a un paraguas que se dañe y ya no sirva se le pueda llamar por otro nombre distinto y no seguir diciéndole “paraguas”, pues evidentemente ha dejado de serlo.
Pienso que si ya no existe aquella ciudad que creíamos poseer, si ya ha desaparecido aquella capital en la que solíamos pasear por barrios históricos y muelles populares sin sentir la opresión del desarraigo, si todo eso está proscrito al pasado y a la melancolía de los pocos abuelos que aún tenemos vivos ¿será que podemos seguir llamando Cartagena a Cartagena? ¿Hasta qué punto el lenguaje nos alcanza para nombrar algo que ya ha dejado de ser?

Cómo seguir designando a la Plaza de la Independencia si en ella levantamos estatuas de indias arrodilladas y colonos imponentes, cómo seguir diciendo que soy de Cartagena si no son mías las calles, las plazas o las playas, cómo no sentir el duro hierro del exilio en una ciudad donde los espacios públicos se volvieron hoteles y restaurantes para turistas.
Es inevitable creerse un extranjero que pisa su propia tierra robada. Desde hace 480 años cargamos con la insignia de los desposeídos. Somos como islas con sus bolsillos rotos, somos como astros que se quedaron por fuera de algún signo del zodíaco. Y mientras tanto continuamos con nuestra vida de ciudadanos sin ciudadanía, contemplando los balcones de unas casas antiguas a las que nunca entraremos y mirando en las postales una ciudad en la que no hemos estado. Regresamos como siempre a nuestros barrios marginados para observar sin sorpresa nuestra patria de mentiras y engañar nuestro orgullo con recuerdos, con lugares de años anteriores. ¿Es esta la tragedia de la condición humana?
Seguimos llamando por su antiguo nombre a las cosas cuando ya no son, y podemos frenar en medio de nuestra soledad para darnos cuenta que sólo lo hemos venido haciendo por nostalgia. Tenemos miedo de cambiar las viejas palabras que nos rodean porque ya hacen parte de nosotros, porque representan la integridad de las cosas y no nos gusta tener que nombrar aquello que ha dejado de ser lo que era por temor a aceptar ese fenómeno de cambio en uno mismo; estamos amarrados al pasado, lastimosamente alcanzados por el prolongado tiroteo de la añoranza, que hace que esta guarida de ratas, esta materia sin registro y sin calificativo, responda siempre al mismo sustantivo de Cartagena de Indias.

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