La tercera escena son dos niñas que mueren por culpa del incendio. El nombre de la película: La furia de cualquier idiota.
Supongo que están al tanto de este acontecimiento, y si no es así, bastaría con decir que la película anterior se proyecta una y otra vez en el país, en la ciudad y en cualquier terraza de tu barrio. Es el largometraje más famoso de Colombia, el más advertido y el único que ha sido constante a lo largo de las décadas con un horario extenso y un público infinito. La violencia siempre está en cartelera.
Este comportamiento no es más que el falso argumento de los que no han sabido usar las palabras. Es un recurso que surge porque el sujeto que lo emplea no ha podido triunfar en el lenguaje. Pienso que todo aquel que recurra a la violencia para hacerse valer frente a otro individuo no está evitando una humillación sino que la está consumando y en cada insulto, en cada golpe dado va mostrando lentamente la bandera de su derrota. De modo que la persona violenta es un pobre perdedor pero también un pobre idiota que se retira sin gloria y sin orgullo de una conversación.
¿Qué tan idiota eres para colgar orquídeas de sangre en el ojo de tu esposa? ¿Qué tan idiota somos para lanzar una botella incendiada contra la puerta del vecino? ¿Qué tan idiota puede ser alguien para ordenar la muerte de otro ser humano?
Uno se pregunta si realmente somos seres inteligentes ante el paradójico suceso de que inventemos el diálogo y al mismo tiempo resolvamos la mayoría de los problemas a la fuerza. Somos una sociedad que ha creado las palabras respeto, tolerancia y comprensión sólo para meterlas en un diccionario y usarlas en los discursos políticos o religiosos como cápsulas vacías. Ahora cada medio de comunicación anota nuestro verdadero subdesarrollo: maridos que arrojan ácido a sus esposas, sicarios que tachan nombres en sus listas, policías que agreden a travestis por las noches, madres que queman las manos de sus hijos y pandillas que luchan por una esquina del barrio. Y todo esto ocurre porque no hemos aprendido a mantener con dignidad una simple charla que repare el eterno disgusto de nuestras diferencias.
Suelo pasear después de clases para observar el mundo y en alguna calle concurrida me percato de que, sin notarlo, he entrado a una sala de cine: entonces un solo disparo, una estridente grosería o un empujón de los más sencillos, van iniciando nuestra película.
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