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martes, 22 de julio de 2014

Las fiestas del olvido

El aniversario de Cartagena se llevó a cabo como siempre: al pie de la estatua de Pedro de Heredia y sin ningún remordimiento.
Hubo conciertos, banderas y alegría porque se cumplían 480 años de haber sido fundada la ciudad. La mayoría ignoraba que en aquel 1 de junio de 1533 quedaron por fuera ciertos detalles. Faltaron los ojos de los nativos contemplando con asombro las carabelas españolas que fondeaban sobre el mar como ciudades portátiles, faltaron las noches terribles, los rezos fúnebres a las diosas del agua, las ruinas de Kalamarí deshaciéndose en el aire con un rastro de pólvora y mosquetes.

Los seres humanos tendemos a conmemorar fechas en el pasado que fueron decisivas para el bienestar de nuestro presente. Algunas fueron más violentas que otras, y aunque tuvo que morir mucha gente, nos enorgullecemos de aquel remoto día en que se luchó por la independencia o se libró una batalla por un ideal del pueblo.

Pero la fundación de Cartagena no tiene nada que celebrar, no hay un bienestar notable en nuestra época que pueda decirse que llegó con los españoles. Ellos no vinieron con la intención de establecer una ciudad próspera sino con la convicción de extraer todo lo provechoso del lugar y marcharse a su reino enriquecidos por otros. No se dieron a la tarea de plantear un virreinato sostenible que satisficiera las necesidades de sus habitantes, no fundaron una metrópoli: fundaron una vulgar colonia desde donde podían desenterrar y consumir sin el deber de generar.

Así que conmemorar un 1 de junio es una irresponsabilidad social, un culto a la muerte sin objetivos, a la agresión étnica, a la ridiculez y al olvido.

No entiendo cómo es que pretendemos solucionar nuestros problemas sociales sin haber construido una visión crítica de nuestro pasado. Queremos cambiar esta anarquía política y económica en la que nos encontramos, buscamos componer los goznes caídos de esta ciudad oxidada por los siglos sin saber que antes de cualquier revolución en el espacio tiene que haber una revolución en el pensamiento: para ello es necesario que nuestro primer acto intelectual sea una reflexión histórica.

Mientras no advirtamos que la idea del progreso funciona así, estaremos condenados a chapalear en la materia inamovible de nuestra propia miseria, a erigir estatuas de colonos e indias arrodilladas en plena plaza de la Independencia, a evocar con felicidad tiempos vacíos y exentos de toda dignidad humana.

Lo más sensato que podemos hacer ante esta fecha sería meditar en torno al recuerdo de aquellas generaciones que sufrieron y no gozaron de los años que ya gastaron los calendarios coloniales.

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