Todos los días me asombro del afán de nuestros gobernantes por querer homogeneizar aquello que se encuentra bajo su poder. Cargan con una increíble desesperación para que lo popular, lo cotidiano y lo tradicional se convierta cada vez más en lo comercial, lo elitista y lo intrascendente. La unión de los desfiles de la Independencia y Nacional responde justamente a esa angustia, a ese absurdo deseo de clasificarnos a todos en un mismo concepto, como si no hubieran diferencias en una ciudad tan diversa y desigual como Cartagena.
Estoy seguro de que si nos llegasen a quitar el Concurso Nacional de Belleza las Fiestas de Independencia seguirían siendo las mismas. Nadie notaría la ausencia de las galas privadas ni la lenta retirada del paraíso de icopor de las comparsas reales. No nos harían falta los palcos VIP ni las pasarelas exclusivas, y todo porque aquel certamen tiene que ver más con una lógica de mercado que con un sentimiento colectivo de berroche y alegría.
De modo que la verdadera esencia de las fiestas no está en ese pequeño mundo que bien podemos (y nos toca) observar por televisión; lo que realmente disfrutamos en noviembre gira en torno a otra época, a otros recuerdos de agua y maicena que llegan desde el pasado con la fuerza de la costumbre y dejan en la memoria popular su interminable trayectoria de pólvora y algarabía.
Me gustaría suponer que las Fiestas de Independencia se llaman así precisamente porque son autónomas, porque no dependen ni se mezclan con otro evento para desarrollarse. Así lo hemos entendido durante los últimos 10 años, y fue un acierto haber distinguido entre lo que produce el pueblo de lo que dicta la farándula y la economía. Unir estos dos desfiles implica pensar que son lo mismo, que provienen de una naturaleza equivalente. El precio que pagaríamos por este grandísimo error sería el de ver cómo la producción cultural de nuestros barrios populares va pasándose a los formatos industriales y a las ritualidades del consumo.
El alcalde y su gabinete tendrán que acordarse de quiénes son los que con su imaginación han movido cada cabildo y cada bando: los estudiantes, los docentes, las señoras de la tercera edad, las bandas anónimas, los encapuchonados caseros, etc. Personajes de nuestra historia distrital que, como en aquel poema de Álvaro Mutis, mantienen intacta la materia de otros días salvada del ajeno trabajo de los años. Sólo así es posible entender la importancia de poder celebrar juntos una independencia que nunca fue política pero que siempre ha existido en el desorden fraternal que le imponemos a nuestras tradiciones.
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