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domingo, 17 de julio de 2016

La historia de la escuela que se convirtió en biblioteca



La institución educativa Olga González Arraut es la única en Colombia que en lugar de ser un colegio que cuenta con una biblioteca es una biblioteca que posee un colegio adentro. Sin embargo, vista desde afuera, uno no puede darse cuenta de esto. Su fachada es la misma que tendría cualquier escuelita pública de Cartagena a la que Dios y el Estado le han dado la espalda: un edificio de dos pisos pintado de verde y beige, rodeado por una paredilla de escasos dos metros de altura. La pintura de las paredes está desconchada y entre los calados de las aulas frontales –visibles desde la reja de la entrada– abundan el polvo y las telarañas. Es muy difícil que alguien pueda imaginarse que allí dentro está ocurriendo un acontecimiento extraordinario. Pero, contra todo pronóstico, es precisamente eso lo que está gestándose: un evento asombroso, sin precedentes.

Son las 09:45 de la mañana cuando entro al colegio. Es justo la hora del recreo. El patio, incandescente por el sol y su temperatura de 33° Celsius, va poblándose de estudiantes que corretean y sudan sus uniformes de diario o de educación física. Este sería un recreo común y corriente si no fuera por los estantes llenos de libros que hay en cada rincón de los pasillos y los niños que se sientan alrededor a leerlos. Han pasado tres años desde que la rectora y algunos maestros decidieron convertir la estructura física de la institución en una biblioteca gigante. La ‘escuela-biblioteca’, le llaman. Un proyecto ambicioso que tiene por máxima revolucionaria que los libros estén al alcance de todos sin las restricciones tradicionales de las bibliotecas. Esto quiere decir que no hay funcionarios custodiando los estantes, ni bibliotecarios que estén pendientes del préstamo de las obras. Mucho menos un cartelito en el que rece la leyenda SILENCIO, POR FAVOR. La sala de lectura del Olga González Arraut es la más ruidosa del mundo, pero también la más libre. Los estudiantes pueden caminar al anaquel más cercano, tomar una enciclopedia y llevársela a sus casas si lo desean. Así de fácil, sin tanto protocolo. No es necesario firmar un papel o fijar una fecha de devolución. “Si los niños se llevan los libros, entonces hemos ganado”, me dice Olga Elvira Acosta, la rectora del colegio desde el 2012.

El temor de que por falta de vigilancia se robaran los libros nunca estuvo presente, y si lo hizo, ya ha desaparecido por completo. Desde que el proyecto comenzó no ha habido un solo libro que no vuelva de afuera. Regresan sucios, descuadernados, algunos con las páginas arrancadas, pero lo más importante es que regresan leídos.

Estos ejemplares que con el tiempo acaban desgastándose no le cuestan un peso al colegio, ya que ninguno de ellos está incluido dentro del inventario que las normas administrativas le exigen anualmente a las escuelas públicas. Sí pertenecen, en cambio, a un patrimonio colectivo que se ensancha poco a poco con las donaciones que hacen los padres de familia y alguno que otro ciudadano interesado en el proyecto. A lo mejor es por eso que los estudiantes los devuelven y los cuidan, a su manera. Sienten que de verdad son los dueños de los libros y no unos clientes acostumbrados a observarlos detrás de una vitrina bajo llave en el interior de una habitación oscura y silenciosa.

De acuerdo con Olga Elvira, la intención de la ‘escuela-biblioteca’ es que todos los 1125 estudiantes matriculados se tropiecen con los libros tal como sucede con los vendedores ambulantes. “El vendedor ambulante obliga a le compres porque te hace tropezar con su artículo, hasta el punto en que tú mismo piensas ‘yo necesito esto en la casa’ y lo compras, pero no porque hayas salido especialmente a comprarlo”.

Esta filosofía callejera, aprendida de las ventas informales que proliferan en los andenes de la ciudad, es el alma de la biblioteca. Y si por el ‘tropiezo’ la gente compra frutas, raspaos y bolitas de naftalina, también es válido creer que un estudiante pueda encontrar algo bueno para leer, así no lo esté buscando.

Y, en efecto, la literatura en el Olga González Arraut es un paisaje inevitable que te ataca de frente. No solo a través de los libros, sino también por medio de las paredes. Aquí las paredes hablan. Tienen escritas frases célebres y lecciones para redactar. En este momento, a un costado de la fila que hacen los muchachos para comprar su merienda en el quiosco, una pared dice:

No me rendí.
No, me rendí.
¿Con o sin coma?
Tú eliges.

10:15 am. Suena el timbre que advierte el fin del recreo. Frente al rudimentario laboratorio de química hay un niño comiéndose unos Boliquesos. Los dedos con los que se mete el mecato a la boca están anaranjados por el colorante. Esos mismos dedos pasan las páginas de un atlas y su pequeña huella de queso artificial mancha la superficie de Dinamarca. Cuando el timbre termina de sonar, el niño ya se ha ido y el atlas queda abierto de par en par en el suelo. Como éste, otros libros más han quedado esparcidos por todo el patio del colegio. Los profesores que van camino a los salones para iniciar sus clases ven el reguero y se ríen: saben que aquel desorden es la evidencia irrefutable de que uno de sus alumnos estuvo leyendo.

La persona encargada de recoger y organizarlo todo de nuevo se llama María Rosalba Córdoba, una gigantesca mujer de 56 años oriunda de Quibdó que llegó al Olga González Arraut como portera y acabó siendo la bibliotecaria oficial. A esta hora es normal verla agachada, acumulando libros en su regazo para después colocarlos en su sitio. “Estoy en mi yeré” me dice satisfecha mientras sacude la mugre del “Diario de a bordo” de Cristóbal Colón.

Con la ‘escuela-biblioteca’ la vida de María Rosalba dio un vuelco. Dejó de ser la solemne mujer de la antigua biblioteca –un sombrío cuartito en el segundo piso– para transformarse en una atleta jocosa que con gusto recorre los doce estantes de madera que están repartidos por los corredores y oficinas del plantel. ‘Rosa’, como la llaman sus compañeros de trabajo, también se encarga de los libros inventariados, entre los que se encuentran los 270 ejemplares otorgados por el Ministerio de Educación a través de la “Colección Semilla”, un programa que hace parte del Plan Nacional de Lectura y Escritura y que tiene como objetivo ampliar las bibliotecas de los colegios públicos.

Para que estos libros inventariados no perezcan en el olvido y se puedan compartir con la comunidad, la directiva se ingenió un curioso método: compró en la ferretería del barrio dos carretillas tipo buggy y las destinó al transporte exclusivo de libros. Los profesores las bautizaron como los Buggy Lectores. Desde entonces, estas carretillas van de un aula a otra con su cargamento de obras literarias.

Cuando alguno de los estudiantes empuja una de estas carretillas los libros se asemejan a una pila de ladrillos. En el fondo es como si fueran entrenándose para la albañilería, pero no la del concreto sino la de la palabra. Sé que algún día veremos a estos chicos crecer para levantar edificios en honor a la fantasía.

Promotores de lectura

En el Olga González Arraut no basta con que la gente se ‘tropiece’ con los libros. Es posible que las miles de historias que aguardan en los pasillos nunca sean leídas, pese a estar siempre visibles. Por eso la comunidad educativa se inventó otro proyecto llamado Promotores de Lectura, en el que un grupo de estudiantes –en conjunto con los docentes de lengua castellana– se ofrecen a incentivar a sus compañeros de clase para que adquieran el hábito de la lectura. Estos promotores abarcan desde la primaria hasta el bachillerato. Se reúnen con antelación en un aula vacía, seleccionan los relatos que más les fascinan y luego van de salón en salón publicitándolos como si se tratara de un nuevo evangelio.

En septiembre del 2014 se tomaron la sala de profesores y la convirtieron en un restaurante para lectores. Colocaron sillas y mesas plásticas con manteles de cuadros y pegaron en la puerta principal un menú que, en vez de comida, prometía libros. Y eso fue lo que los promotores sirvieron a sus amigos. Una entrada de cuentos cortos de Anne Fine y una novela de Joseph Conrad o Gabriel García Márquez como plato fuerte.

– ¿En qué momento invitas a tus compañeros a leer? –le pregunto a Diana Quiroz, una promotora.

Los padres de Diana son costeños pero ella nació en Bogotá. Asegura que se unió a los promotores después de leer “El príncipe feliz” de Oscar Wilde. Eso fue en quinto de primaria, ahora cursa séptimo.

– Cuando discutimos sobre la vida cotidiana –responde–. Ahí aprovecho y les recomiendo los libros que he leído.

– ¿Qué libros recomiendas?

– “El ruiseñor y la rosa” o “Juan Salvador Gaviota”.

– Convénceme de leerme “El ruiseñor”…

– Ese es un cuento muy bonito. Trata de un pájaro y un estudiante que está enamorado, y pues…

Diana se coloca un dedo en la boca y me mira durante unos segundos.

– ¡No te voy a decir lo que viene porque le estaría quitando la narración al cuento! –dice–. Pero sí me gustaría que lo leyeras para que vieras lo que yo vi en él.

– ¿Y qué fue lo que viste?

– Una bella historia.

Listo. Eso es todo lo que necesita para enganchar a las personas. Tal vez si un adulto le dijera a un niño de once años que “Las Mil y Una Noches” son una belleza no le creería, pero si lo dice su amiga, la que se sienta al lado suyo en clase de matemáticas, la cosa es distinta. La palabra de Diana, al igual que la de los otros promotores, le llega a sus compañeros más como un chisme que como una orden y en eso consiste su embrujo.

Para Angie Paola Martínez, una estudiante de octavo grado que ya lleva tres años convidando a leer, las estrategias de persuasión cambian de acuerdo a la edad.

– A los niños chiquitos les encantan los finales felices –dice, con una cadencia perfecta– mientras que a los grandes les gustan los poemas de amor y el misterio.

Angie es cartagenera de pura cepa. Cuando habla y mueve su cabeza, la única trenza de su cabello se menea de un lado a otro como una escoba de palito que barre el reguero de historias bajo sus hombros. Leer le ha permitido desarrollar sus habilidades de cuentera, un oficio en el que ya se considera una experta. De hecho, en el 2015 participó en un concurso de cuentería en la Universidad de San Buenaventura organizado por el grupo cultural Caza Teatro y obtuvo el segundo lugar.

– ¿Qué cuento echaste?

– Uno con un final sorpresa. Era sobre unas reinas a las que atrapaban, las maltrataban y las cortaban. Todo el mundo se imaginaba que tenía que ver con la trata de blancas, pero en realidad no era nada de eso porque al final las reinas eran las cebollas.

Quedo un poco atónito. La inocencia de los niños pone en evidencia el trauma de los viejos. Un trauma alimentado por la historia de un país que ha estado más de medio siglo en guerra. Estos niños construyen paz y entretenimiento con su labor de chamanes palabreros, se esfuerzan porque en el futuro el secuestro y la tortura sean dos temas que se destierren a la simple realidad de las cebollas.

Gozándose un Picó Lector

Desde hace un par de años, los habitantes de Cartagena se han ido enterando que dentro de esta ‘escuela-biblioteca’ hay un picó que está al servicio de la literatura. Es el Picó Lector que se pasea por la ciudad pregonando fábulas y anécdotas. Único en su tipo, fue creado en el 2013 para que los promotores de lectura le enseñaran a contar historias a las comunidades aledañas al colegio. Su constitución es sencilla: dos bafles huecos pintados de blanco, cada uno con una puertecita delantera por medio de la cual se puede introducir una veintena de libros. Ambos bafles poseen cuatro ruedas inferiores que facilitan su desplazamiento y son considerados como la parte móvil de la biblioteca.

La primera vez que el Picó Lector incursionó en la ciudad fue en octubre del 2013 en la Calle Tercera del Labrador, en el sector Los Olivos, apodada en los últimos años como la “Calle del Bronx” debido a los delincuentes que suelen merodearla. Esta calle está ubicada a pocos metros de la entrada principal del colegio, tan solo hay que cruzar la avenida Crisanto Luque y subir una pequeña pendiente para acceder a ella. Hasta allí llegaron los promotores de lectura con el Picó Lector a cuestas, blandiendo su evangelio de la imaginación bajo el despiadado sol del mediodía. Fueron a las casas a conversar con las familias, entonando los párrafos de los libros que sacaban de los bafles. Algunos vecinos salían hasta los andenes a pies descalzos, incrédulos, con un rastro de perros callejeros ladrando sin parar.

“En una terraza había una señora con sus hijos. Ninguno de ellos estaba estudiando y la señora no sabía leer” me dice Luis Meza, hoy estudiante de undécimo grado. “Tuve la oportunidad de leerles varias historias a esos niños y ellos, al final, también me contaron las suyas”. Aquella experiencia, insiste Luis, es de las que marcan, de esas que uno jamás olvida.

Aunque el Picó Lector es más pequeño que cualquier otro, no tiene nada que envidiarle al Rey de Rocha, El Skorpion o al Passa Passa. Publicitariamente están al mismo nivel: los carteles con los que se anuncia los pinta, nada más y nada menos, que El Runner, el artista callejero que también les hace la publicidad a los bailes de picós más famosos de la ciudad. Entre los archivos del colegio, todavía se guarda la foto del primer cartel que El Runner diseñó para el Picó Lector, pintándolo en el mismísimo corazón del Mercado de Bazurto.

El pasado 7 de abril, el Picó Lector “sonó” en el Centro Histórico para compartir historias con los emboladores de zapatos que se rebuscan en una zona conocida como el Palito de Caucho. Ese día los estudiantes se enteraron –por boca de unos tipos que han pasado su vida embetunando cuero– de una mujer cuyo esposo se había disfrazado de sicario para jugarle una broma en plena calle con la moto del vecino, o de un joven al que le habían contado la leyenda de un brazalete que daba buena suerte a quien no la buscara y mala suerte al que deseara una vida mejor. Eran relatos que los emboladores habían guardado por mucho tiempo y que ahora tenían la chance de dejarlos salir.

En el fondo, todos andamos con la cabeza llena de cuentos. Sólo necesitamos que alguien nos escuche y nos conceda la palabra. La ‘escuela-biblioteca’ cree en eso, en la voz de la gente común y corriente. Para mediados del 2016, se han programado dos salidas más del Picó Lector: la primera al Parque de las Flores y la segunda a la Plaza de Bolívar. En el parque son habituales, además de las floristas, los mecanógrafos que fungen como abogados empíricos y las vendedoras de jugos tropicales; en la plaza predominan los turistas, caricaturistas, pintores y vendedores de limonada o artesanías. Presenciarlo debe ser maravilloso: un grupo de estudiantes inexpertos, púberes, a los pies de la estatua del Libertador de media Sudamérica, librando una guerra pacífica por la cual los cartageneros más humildes puedan independizarse del yugo incesante de sus rutinas.

Una lucha en la oscuridad

De los 1125 estudiantes matriculados en la Institución Educativa Olga González Arraut, 115 son estudiantes con necesidades educativas específicas. Están repartidos entre las tres jornadas con las que funciona el colegio: diurna (6:45 am-12:15 pm), vespertina (1:00 pm-6:45 pm) y nocturna (7:00 pm-9:45 pm). En total hay 74 niños con déficit cognitivo, 13 con ceguera, 2 que sufren de baja visión, 4 con limitaciones físicas, 17 con dificultades en la voz y el habla, y 3 con problemas psicosociales.

La atención a esta población especial comenzó en 1996, dentro de un programa de integración promovido por la Secretaría de Educación de Cartagena y que luego evolucionó a lo que actualmente se conoce como ‘escuelas inclusivas’. El Olga González Arraut es uno de los 18 planteles educativos de la ciudad que se dedican a esto. Ello no significa que cuente con todos los recursos necesarios para atender debidamente a sus estudiantes en condición de discapacidad. Las instalaciones carecen de rampas de acceso para quienes se desplazan en sillas de ruedas. Si un estudiante de estos quiere ir al segundo piso para ingresar, por ejemplo, a la sala de informática, le toca ser cargado por sus compañeros. Tal es el caso de Gloria Ruiz, una joven de undécimo grado que padece de osteogénesis imperfecta, un trastorno congénito que afecta el desarrollo óseo y que se caracteriza por la excesiva fragilidad de los huesos. Las personas con esta patología suelen fracturarse a cada rato, tanto es así que, coloquialmente, se le conoce como la enfermedad de los huesos de cristal. Desde que entró al colegio en cuarto grado, Gloria ha usado una silla de ruedas. Lleva siete años viendo cómo sus amigos más cercanos la alzan en hombros para subir los veinte escalones de piedra lavada que se elevan desde el primer piso. Al menor descuido, uno de esos pequeños viajes puede ser el último.

La rectoría ha enviado varias cartas a la Secretaría de Educación solicitando apoyo, pero jamás ha llegado una respuesta. En el 2014, ante la indiferencia de los organismos competentes, se acudió al personero distrital, William Matson, quien se comprometió a hacer las gestiones que fueran necesarias para la construcción de las rampas, pero hasta la fecha todo se ha quedado en palabras vacías. Mientras tanto, Gloria estudia y combate contra el peligro y las probabilidades de una muerte absurda.

Otra lucha es la que viven los estudiantes ciegos y los estudiantes con déficit cognitivo. Su odisea empieza con los exámenes neurosicológicos que deben hacerse para definir cuáles son sus necesidades educativas específicas. Estos exámenes los realiza el centro médico NEURES y normalmente tienen un valor de 400.000 pesos cada uno. Recientemente, un convenio con la Alcaldía de Cartagena redujo la cifra a 40.000. Sin embargo, aun con el descuento, muchos padres de familia no tienen con qué pagar y en ocasiones son los mismos docentes, las secretarias y la rectora quienes les colaboran haciendo una recolecta.

Pero el mayor problema de estos estudiantes es que el tiempo se les está llevando a sus profesores. En el 2010 se jubiló su maestro de matemáticas, José Arias Puello, famoso por ser invidente y diseñar una adecuación de las matemáticas para el aprendizaje de estudiantes con discapacidad, un proyecto con el cual fue nominado al Premio Compartir al Maestro en el 2004. El ‘profe’ José se pensionó y nunca llegó su reemplazo. “A nadie le importó que los chicos ciegos se quedaran sin saber sumar y restar”, escribió Olga Elvira Acosta, en una carta fechada el 14 de abril de 2016 dirigida a la ministra de educación, Gina Parody.

Tampoco llegó el reemplazo de Rafaela Berrío, la docente del aula de apoyo para niños con déficit cognitivo, y ahora María Arrieta, una de las dos últimas maestras de Braille que les queda, acaba de cumplir 65 años. Su partida es inminente, su relevo una incertidumbre.

Frente a estas adversidades, la comunidad educativa ha empleado sus propios procesos de inclusión. A cada nuevo ciego que se matricula en el colegio se le asigna un ‘par académico’. Regularmente, este ‘par’ es un compañero de clase con el que previamente el recién ingresado ha entablado una amistad. Un ´par académico’ siempre va a estar cerca, repitiendo cuantas veces sea requerido el dictado del profesor. O ejerciendo de guía por los desconocidos caminos de esta biblioteca gigante. Algunos han aprendido Braille por su cuenta y se les ve usar el punzón y la regleta como cualquier otro invidente.

En la ‘escuela-biblioteca’ los únicos libros inventariados que están esparcidos en los estantes sin ningún control son los de los estudiantes ciegos. La mayoría de estos ejemplares provienen de dotaciones hechas por el Instituto Nacional para Ciegos (INCI). En octubre del 2013, la rectora fue invitada a Bogotá para contar la experiencia del colegio en un evento organizado por el Gobierno Nacional. Allí, frente al presidente de la república y la ministra de educación de ese entonces, María Fernanda Campo, le prometieron un catálogo especial de obras literarias en Braille que jamás llegó. Lo que sí mandaron a Cartagena fue una impresora Braille, pero quien dio la orden de hacerlo se confundió o sencillamente le importaba un bledo aquel gesto, porque la impresora fue a parar a un colegio que no tiene ciegos.

Juzgar al libro por su portada

12:25 pm. Hace diez minutos sonó el timbre que termina la jornada diurna y, no obstante, aún hay montones de estudiantes rondando en el patio. Camino hasta el portón trasero del colegio y descubro a dos muchachas en el quiosco comprándose unas Pony Maltas. Espero a que las atiendan y luego, cuando van en dirección a la salida, les pido una foto justo al lado de otra de las inmensas frases que el colegio tiene escrita en sus paredes. Esta dice: “Lee pa’ que te actives”. Aprieto el botón de la cámara y les doy las gracias. Entonces recojo mis pasos y me marcho del Olga González Arraut por la misma reja desvaída que atravesé para entrar.


Desde la calle observo el colegio por última vez en el día. Las paredes agrietadas y el diseño anacrónico no me despiertan del ensueño. Y no es para menos: su fea fachada recuerda a esos libros que uno no debe juzgar por su portada, a esos libros viejos de ediciones remotas que, aunque sucios o descuadernados, los seguimos valorando enormemente porque sabemos que sus historias son superiores a sus apariencias.

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