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domingo, 17 de julio de 2016

La Secta de las cosas

Pertenezco a una secta minoritaria que todavía le rinde culto a las cosas más simples. Un pedazo de pan, un cuaderno mojado, una gorra pirata de los Yankees de Nueva York. Ese tipo de posesiones que acaban siendo sagradas, marcadas por el símbolo de lo intransferible y dotadas con una fuerza semántica que sólo uno mismo puede entender.
Es verdad que hubo una época en la que todas las cosas estaban untadas de magia, en donde los seres humanos podíamos comprender la labor profética de cada objeto que nos rodeaba. Nunca ha habido tantos integrantes de la Secta como en aquellos años. Por supuesto, eran los tiempos del significado trascendente y de la revolución pagana; la era en la que las ciudades se fundaban cuando una varita de oro se enterraba en la tierra y cuando las plagas se conjuraban con un báculo de madera.
Pero esa época ya no existe y ahora sólo queda un grupo minúsculo de tipos dementes que nos dedicamos a darles las gracias a las cosas más simples. Un vaso de leche, una cabuya vieja, un verso suelto escrito a mano en la última página de un libro usado. Esta es una secta anacrónica que jamás se congrega. Vamos por las calles observando las vitrinas y los postes de luz, vamos por la ciudad como por una iglesia y allí en donde están los demás, allí donde aparentemente nada ocurre, pues allí se encuentra nuestra Meca.
Transcribo un fragmento de nuestro Salmo de Gratitud número 21, esencial para quienes se inician en la Secta:
“…por eso damos las gracias a las flores artificiales: porque adornaron por más tiempo que la flor que se pudría en los jarrones. A la nevera y a sus galpones vacíos que algún día se llenarán de comida para dar de comer a nuestros hijos. Al envejecido parque de diversiones que nos mostró que el caos es un juego en la atracción de los carros chocones. A las puertas que se cerraron sin seguro y que estuvieron esperándonos disfrazadas de obstáculos. A los aleros de aquellas ventanas en donde vimos la lluvia caer sin que la lluvia nos mojara.
Al último peso de la jornada que gastamos sin pensarlo dos veces para poder vivir otra jornada. Al Coyote de los dibujos animados que fracasó mil veces en la captura del Correcaminos y mil veces lo siguió intentando. A la Gillete que nos cortó al afeitarnos porque sangrar en ese momento nos hizo más humanos. A los museos llenos de dinosaurios donde aprendimos que el tiempo pela la carne y nos deja sus recuerdos blancos.
Gracias a la almohada de funda raída que sostuvo nuestras cabezas cuando éstas estaban en otro lado soñando. Infinitas gracias al olvido y a la muerte que nos hicieron querer tener razones para que otros nos recuerden”.

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