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lunes, 22 de agosto de 2016

Marica el último

“Marica el último” es una frase muy común que muchos colombianos suelen usar para dar inicio a cualquier carrera. Es una frase que lleva consigo un trato despectivo que se les endosa a los perdedores para disminuir su condición humana. Quien inventó esta expresión llegó a la conclusión de que ser derrotado y quedar en el último lugar son circunstancias equivalentes a ser un homosexual.

Desde cierta perspectiva, yo también podría aceptar esa analogía. Después de todo vivimos en Colombia, el país del falso Sagrado Corazón, la patria goda donde los maricas son siempre los últimos.

Los últimos en casarse, los últimos en adoptar, los últimos en acceder a un baño público idóneo con su orientación sexual, los últimos en ser reconocidos como seres humanos normales, dueños de una libertad erótica como cualquier otra persona y aptos para formar una familia próspera e integral. En el interior de estas fronteras eclesiásticas los maricas esperan, en el turno final, a que les llegue el Estado Social de Derecho que el gobierno les ha prometido a todos los demás.

Cuando alguien, en medio de una competencia, grita “¡Marica el último!”, lo que está haciendo es trazar una línea de la vergüenza que solamente cruza aquel que no obtiene una victoria y que, por tanto, es objeto de un infinito número de oprobios.

En el mismo momento en que una lesbiana, un gay, transexual e intersexual salen del clóset, parte de esta sociedad conservadora ya quiere ahorcarlos con sus camándulas. Son fanáticos que dan miedo porque sus rosarios tienen más prejuicios que ‘ave marías’ y sus oraciones más insultos que ‘padres nuestros’.

Esa es la razón por la que existen muchos homosexuales que viven tras una fachada heterosexual. Mantienen su orientación sexual en secreto porque en este país de homófobos e intolerantes los maricas son los últimos en el reconocimiento de sus derechos.

Algunos se suicidan, otros se deprimen y envejecen en la más profunda soledad, revestidos por la fría colcha del miedo y la autocensura. Piensan, ¿para qué voy a destaparme si luego me van a considerar un aberrado, un violador violado o un pedófilo en potencia? Mejor me callo y dejo que esta verdad oculta se me pudra en el alma.


Para hacer parte de la comunidad LGTBI en Colombia hay que tener el cuerpo blindado, los huevos y los ovarios bien puestos.

La lucha de esta minoría es toda una epopeya inconclusa todavía. Muchos los apoyamos, a sabiendas de que cuando los homosexuales quedan de últimos no son sólo ellos los derrotados: es la humanidad entera que asiste sin pudor a su propia derrota moral.

martes, 9 de agosto de 2016

Colombia, ¿hacia una dictadura gay?


Hace unos pocos días, en una entrevista hecha por un medio nacional, el concejal de Bogotá Marco Fidel Ramírez afirmó que Colombia se acercaba a “una peligrosa dictadura homosexual” y se justificaba aduciendo que desde el Estado se quiere imponer una ideología de género para la conveniencia de la comunidad LGTBI.
Para Ramírez, el hecho de que la Corte Constitucional aprobara el matrimonio igualitario, le diera vía libre a la adopción por parte de parejas del mismo sexo y fallara una tutela a favor de una estudiante transexual para que pudiera asistir al Sena con un uniforme masculino, son anuncios suficientes para creer que a este país se lo están tomando los homosexuales. Pero, ¿qué tan cierto es eso de que estemos a punto de sucumbir a una dictadura gay?
Es verdad que desde hace algunos años la calidad de vida de las lesbianas, gais, transexuales, bisexuales e intersexuales ha mejorado con respecto a décadas anteriores, y que se han creado fundaciones y colectivos que le exigen al gobierno un marco legal que no discrimine a las personas por su orientación sexual. A través de estas instituciones se han logrado varias de las conquistas por las que se queja el concejal bogotano. Sin embargo, estos pequeños triunfos sociales no suponen una hegemonía. Para ser franco, el poder político que la población LGTBI puede ejercer sobre la legislación colombiana está muy lejos de ser considerado una dictadura. Es más, ni siquiera se le puede igualar al poder de otros grupos sociales. Como ocurre con casi todas las minorías en Colombia, las necesidades de los homosexuales permanecen en la periferia normativa del país y sería bastante absurdo creer que porque les han reconocido unos cuantos derechos ya están en la punta de la pirámide política.
¿Cómo puede ejercer una dictadura una comunidad que, de acuerdo con el último informe de Derechos Humanos realizado por Colombia Diversa, ha sido víctima de 168 casos de homicidios (entre 2013 y 2014), 398 casos de violencia policial (entre 2006 y 2014) y 84 amenazas de muerte (entre 2010 y 2014)?
Definir como “dictadura” al proceso de reivindicación de las libertades sexuales no es tanto una locura como una contradicción semántica. Leamos la primera definición de “dictadura” que ofrece el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española: “Régimen político que, por la fuerza o violencia, concentra todo el poder en una persona o en un grupo u organización y reprime los derechos humanos y las libertades individuales”. Aunque esta sea una acepción un poco escueta, sirve para que nos demos cuenta de que la lucha de los homosexuales por obtener los mismos derechos que las demás personas no tiene nada que ver con un régimen ni con organizaciones violentas, sobre todo porque no son los “gais” los que andan promoviendo referendos y armando listas de firmas para reprimir derechos humanos y libertades individuales.
El vínculo entre la población LGTBI y el concepto “dictadura” es tan equívoco como relacionar la “desobediencia civil” de Thoreau y Gandhi (que buscaba la paz) con la “resistencia civil” del Centro Democrático (que tiende a promover la guerra).
El miedo de que los homosexuales desplieguen toda una tiranía desde el poder público es un disparate homofóbico producto de la paranoia de ciertas personas. Pero por cómo van las cosas, más bien creo que lo que hay que derrocar en Colombia es la dictadura del prejuicio.

sábado, 6 de agosto de 2016

La ciudad champetúa

En un afán por hacer de Cartagena una ciudad digna de sus murallas y su pasado colonial, ciertos grupos inescrupulosos le han atribuido a la champeta un millón de mentiras. Guiados por el prejuicio a los negros y a los pobres han dicho que la champeta produce violencia, que el contenido de sus letras es superficial, que no es autóctona porque sus bases musicales son puros plagios, que propicia un baile plebe e inmoral y, más absurdamente, que genera embarazos en adolescentes.
A esa gente le quiero decir que Cartagena no es “la fantástica”, lo siento mucho por ellos pero no, Cartagena es la champetúa. A mucho orgullo seguimos golpeando las palabras, andando sobre un par de chanclas tres puntadas y comprando en las tiendas el económico tóxico de salchichón y pan. Nuestra nostalgia no es la de los conquistadores ni la de los piratas ingleses, nos importa un bledo la grandeza inventada de Pedro de Heredia. Lo nuestro es otra cosa, una vaina chévere y revolucionaria que guarda en su interior el laborioso germen de la libertad y la expresión sexual.
Así les cueste aceptarlo, muchos ya eran champetúos incluso antes de que escucharan su primera champeta. En el desayuno de tajadas fritas de plátano verde con queso, en el bullicioso llamado del vendedor de aguacates, en el primer abanico comprado en Bazurto o bajo una carpa roja un domingo por la tarde en las playas de Marbella.
La champeta está en todas partes, imposible resistirse a sus encantos. Quien huye de ella también está huyendo de esta tierra. Por eso sobran las razones para defenderla y no entiendo cómo es que todavía existen personas que buscan desprestigiarla y sustituirla por el imaginario banal de sus postales virreinales.
Algún día sé que se oficializará a la champeta como Patrimonio Inmaterial de Cartagena, porque hay ocasiones en las que el picó de un vecino es la mano invisible que le da cuerda al barrio y lo mantiene andando por encima del sórdido vaho de la noche y la pobreza. He visto viejos “long play” transformarse en planetas de rotaciones magníficas en cuya fuerza gravitacional se quedan atrapadas todas las fiestas. Y si eso no es patrimonio, ¿qué puede serlo? Y si eso no es cultura ¿qué es cultura?
Ya llegará la fecha en la que aquellos políticos que reniegan de sus raíces entiendan que esta ciudad es la más champetúa del mundo. Entonces ahí sí podremos hablar de sentido de pertenencia y de cultura ciudadana, porque a fin de cuentas lo que nos están enseñando a respetar hoy en día, parece que no nos pertenece. La champeta, en cambio, sí es nuestra. Protéjanla, sinvergüenzas.