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jueves, 15 de septiembre de 2016

La paz de la Niña Emilia

Quisiera compartirles uno de los hallazgos más impactantes que me ha tocado vivir en mis veintitrés años de edad. Sucedió la noche del sábado pasado. A mis padres se les había ocurrido improvisar una fiesta para celebrar la destitución de Alejandro Ordóñez de la Procuraduría General. Invitamos a una amiga de la familia y nos pusimos a beber vino y a escuchar champetas clásicas de la década de los 90. De la champeta pasamos a Alejo Durán, y de éste a los grandes éxitos de las fiestas novembrinas.

Para no tener que buscar más canciones en YouTube, programamos una lista automática con canciones de la Niña Emilia, una de las artistas más trascendentales que ha tenido el folclor de la Costa Caribe colombiana, cantante de inolvidables hits como “Coroncoro” o el “Congo e”. Hasta allí todo normal. Sin embargo, hacia las once de la noche, YouTube nos condujo a una entrevista titulada “La agonía de la Niña Emilia”, realizada por Ernesto McCausland en 1989, cuatro años antes de la muerte de la artista.

En el video se ve a una Niña Emilia envejecida y fascinante, la mayoría de las veces sentada en una mecedora. Hacia el final, ella le canta a McCausland una de sus más recientes composiciones y es en aquel instante cuando ocurre el impactante hallazgo: la canción es una especie de bullerengue por la paz que nunca llegó a grabarse.



Pienso que en aquella noche de parranda, enmarcada en un contexto político en el que las campañas a favor o en contra del Plebiscito se han convertido en el pan diario de columnistas y medios de comunicación, la voz potente de la Niña Emilia se alzó desde épocas distantes, saltando charcos de años hasta llegar a la sala de mi casa con un mensaje tan actual como necesario: “En toda Colombia entera, todos queremos la paz”.

Mis padres, mi amiga y yo quedamos maravillados. Fue como si la Niña Emilia hubiera estado al tanto de los diálogos entre el gobierno y las FARC, como si detrás de las gafas negras que nunca se quitaba se escondiera una mirada clarividente que conociera el futuro del país. Esa fue mi primera impresión. Horas después, cuando ya no estaba cegado por la magia del momento, concluí que en 1989 no hubiera sido tan difícil creer que alguien pudiese pedir por la paz de Colombia. “Que nos vamos a acabar, todos queremos la paz”, dice el coro, bastante explícito con respecto a la magnitud del conflicto, porque nos muestra que en tiempos pasados la gente también ha suplicado por un país más tranquilo, un país sin guerra.

Escuchemos, pues, a la Niña y hagamos la paz.

domingo, 4 de septiembre de 2016

Yo sí me trago el sapo

Una de las enseñanzas más significativas de la sabiduría popular indica que, en ocasiones, para progresar y llegar más lejos de lo que podemos imaginar la vida nos invita a que nos traguemos uno que otro ‘sapo’. Los sapos son un malestar pasajero e inferior al beneficio futuro que supone tragárselos: esta lección ha venido transmitiéndose a través de generaciones en muchas familias colombianas.

Hoy quisiera que Álvaro Uribe y su Centro Democrático la aprendieran. En su campaña por el No al plebiscito, han difundido varios puntos de los acuerdos de paz como ‘sapos’ imposibles de tragar. #YoNoMeTragoEsteSapo se llama su eslogan.

Ahora, es cierto que las FARC tendrán un espacio en el Congreso y que varios de sus militantes probablemente serán candidatos a la presidencia. También lo es que cada exguerrillero cobijado por los acuerdos recibirá casi 25 millones de pesos producto del programa de reincorporación económica y social. Pero yo me tragaría con gusto aquellos ‘sapos’ si con eso contribuyo a que se terminen los secuestros, el fuego cruzado en el monte, el reclutamiento de menores y los atentados terroristas a las poblaciones rurales de Colombia. Me trago esos sapos sin remordimientos, porque sé que ese es el precio de acabar con una guerra de más de cincuenta años.

La vida humana tiene un valor incalculable, infinitamente superior a todas las riquezas materiales de cualquier nación. Una infancia salvada o una muerte menos valen, por sí solas, la plata entera del posconflicto. Si alcanzar la paz implica que tenga que escuchar los discursos de Iván Márquez en las sesiones del Congreso o ver a Timochenko en un debate presidencial, lo haré placenteramente porque con aquel sacrificio conservo miles de vidas.

Además, es preferible que las FARC hagan política desde la argumentación verbal a que la impongan desde los fusiles. Es un triunfo para la democracia que los guerrilleros intenten persuadirnos de sus ideas con palabras y no con el fuego imperativo de sus ametralladoras.


Un ‘sapo’ normalmente es una objeción en nuestro sistema de valores, un palo en la rueda de nuestras convicciones, y por eso es difícil tragarlo. Pero la paz tiene un lugar privilegiado en el progreso moral, sobre todo en Colombia, que ya tomó demasiadas duchas de sangre. Por amor a la posteridad y a la tranquilidad de las nuevas generaciones, votaré Sí al plebiscito y me tragaré todos los supuestos ‘sapos’ del acuerdo entre el Gobierno y las FARC. A cambio, recibiré el impagable regalo de la felicidad ajena, especialmente la de los que viven en el campo.