Cuentan que cuando los negros esclavizados huían de sus amos para establecer algún palenque en las profundidades del monte, éstos trazaban su ruta de escape en la cabeza de las mujeres por medio de un trenzado. En cada peinado había un camino, un trayecto hacia la rebeldía, la mano que rascaba un cráneo también demarcaba una cartografía. Hoy, lo que anteriormente fue una huida, es un mapa vigente que conduce a la identidad.
Estuve en San Basilio de Palenque hace exactamente diez días durante el Festival de Tambores, y bastó que permaneciera un domingo entero allí para darme cuenta de que no era el mismo pueblo que había visitado dos años antes, ni mucho menos el de hacía seis. Las casas habían envejecido, la iglesia había sido demolida para poderla expandir y la plaza central mostraba un Benkos Biohó que se pudría en su grandeza. Casi podría decirse que los años habían ido cayendo inesperadamente sobre el pueblo con la violencia de la ruina y el silencio del olvido.
Sin embargo, el cambio más notable no fue el desastre físico sino la riqueza inmaterial que se ha logrado conservar de todas estas homogenizaciones culturales. Es un placer escuchar las conversaciones de las niñas y los niños en lengua palenquera, un honor ser saludado en otro idioma por aquella mujer que te vende cocadas o te hace las trenzas. En la cadencia que tiene cada habitante de Palenque puedes rastrear el hilo conductor de una terrible historia de falsas razas y absurdos prejuicios, y cuando todo eso es posible, es porque se ha solidificado un grupo social valioso para la humanidad.
Hay algo que me fascina de los colombianos, especialmente de los de la Costa Caribe, y es que hemos aprendido a crecer a través de las contradicciones como si quisiéramos hacer de nuestra vida un espectáculo de opuestos e ironías. En Palenque vi este atributo en todas partes, desde el tambor alegre que tocaba sones tristes hasta el cabello que debía ser amarrado una y otra vez para expresar un sentimiento revolucionario o una idea de libertad. Pero quizás el ejemplo más importante sea el de la comunidad misma que habita en los barrios: esas familias que año tras año le sonríen y le hablan en su lengua a la injusta miseria que aún circula por sus calles. Ojalá y el tiempo no desbarate esa esperanza, esos mapas invisibles que todavía señalan una salida de este mundo que nos derrota y apaga.
Y nosotros, los que vivimos en Cartagena, ¿dónde tenemos nuestra ruta de escape?
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