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martes, 22 de julio de 2014

Los lugares perdidos

Digamos que formas parte de una familia que lleva varias décadas viviendo en un mismo barrio. Digamos que por esa razón tienes unos vecinos que han sido los vecinos de tus padres y tus abuelos. Han celebrado quinceañeros juntos, han cerrado las calles para preparar sancochos juntos, han peleado, se han reído, todo lo han hecho juntos. Hasta las bolsitas con agua las tiraron juntos. Ahora suponga que su terreno se valoriza por X o Y motivo, que lo servicios ya no se pagan igual porque subieron el estrato. Suponga que no tiene esa plata, que debe irse, que fueron expulsados los vecinos, y luego intente ver más allá, en un futuro no tan lejano, un barrio con mansiones secretas y hoteles costosos: ésa, más que tu hipótesis, es la terrible realidad de los nativos que aún viven en Getsemaní.
Si tuviera que escoger un concepto para definir nuestra ciudad sería el exilio. Somos la generación que está condenada a ver en el magazín de los domingos las fotos en blanco y negro de un Centro histórico lleno de cartageneros. Del tiempo que les pasó por encima a nuestros viejos vienen las cenizas de un recuerdo gastado, la certeza de que antes había un mercado público frente al Camellón de los Mártires y cocteleras tropicales al pie del Muelle de la Bodeguita. Podemos hablar con nuestros abuelos y preguntar dónde estaban los relojeros, dónde las remontadoras de calzado, dónde los nativos de San Diego y así comprobar que en este presente que nos toca no quedó nada de eso: nos dejaron calles vacías y casas remodeladas a las que nunca entraremos.
Hemos soportado unas políticas de “desarrollo” que no han sabido prosperar con las tradiciones populares, que no entienden de situaciones económicas particulares. Todo es por estratos y sectores donde los ricos están con los ricos y los pobres están con los pobres. La urbanización que queríamos se convirtió en “gentrificación” y los vecindarios históricos se transformaron en hoteles, spas y casas de verano.
Heráclito dijo que nadie puede bañarse dos veces en las mismas aguas de un río. Pienso que nadie podrá cruzar de nuevo las mismas calles, pues el barrio no será el mismo, ya habrán cambiado las casas y los vecinos, las costumbres y el estrato, y el jodido paso de los años habrá acabado con las últimas esencias de nuestros ritos. Miro lo poco que perdura de Getsemaní y trato de grabarme sus callejones festivos, su ambiente suspendido en la atmósfera de una salsa brava y de un eterno domingo. A este ritmo sólo nos quedará la espantosa certidumbre de una película que nos incluye en su libreto de personas echadas y lugares perdidos.

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