Una tarde de octubre, en la penumbra de la sala, Carmencita no tuvo otra opción que quedarse hablando con su abuela porque la lluvia que caía desde hacía dos horas inundaba la parte baja del barrio y descorchaba las viejas tapas del alcantarillado.
Sentadas en el péndulo de las mecedoras, su abuela empezó por recordarle de súbito la vida de otros años en una ciudad extraña, que sin embargo, seguía llamándose Cartagena.
El problema de seguirle el paso a las historias de sus abuelos era que tenía que cambiar la forma de los vecindarios para poder imaginarse una mentira. Carmencita no podía creer que décadas atrás, cuando el barrio Manga aun no estaba lleno de edificios por todos lados, era posible gastar las madrugadas viendo el baile solitario de los fantasmas que aparecían repentinamente en el ventanal de las mansiones como fuegos fatuos en el frío de la aurora. Su abuela Aura articulaba un mundo insólito donde la gente solía montar en buses de madera y andar por los caminos tramposos de La Popa contemplando las faldas florecidas de matarratones. A ella le costaba trabajo pensar en los picós concurridos, en la champeta cantada desde todos los estratos, en las salas de cine al aire libre del Teatro Caribe donde hoy funciona una bodega de colchones sin más poesía que el sueño de los pobres.
Y al final, acostada en su cama observando los vidrios empañados de la habitación, el único remedio que encontró para no seguir pensando en esa capital tan remota fue olvidar aquel encuentro accidental con su abuela. Sólo para no llorar.
Así le ocurre a usted, a mí. El tiempo ha izado en esta ciudad una bandera que no reconocemos, una pequeña república de murallas meadas y virgencitas de porcelana mirando hacia las casas del vendedor de cocaína. Pasear por Cartagena se parece a la arqueología: uno anda por las calles recogiendo huesos viejos en el camino, con la sensación de haber penetrado en la cripta maldita de una civilización desconocida. Nada más difícil que mirar al cielo y encontrar una cometa enredada en el cableado de los postes como el fósil solitario de los años que se fueron.
Uno no imagina que falte poco para que nos exilien por completo del pasado, hasta que el Centro sea totalmente lo que hoy parece por pedazos: un lugar ajeno y extranjero donde ya no quedan las remontadoras de calzado y en cuyos andenes surge tristemente el olor a madera podrida de los relojeros callejeros que echaron. Tanto edificio ha borrado de los barrios la terca costumbre de quedarse hablando con los vecinos en el marco de la puerta mientras afuera la tarde va haciendo sus últimos ruidos como un artificio melancólico de estudiantes recién salidos de clases.
Y ¿de quién es la culpa? No sé, de ustedes, mía, de estos gobiernos, de los fantasmas que ya no bailan en las madrugadas, de los que nacen y no sienten nada por lo que se había logrado, de la abuela que se murió sin contar sus secretos al mundo, de todos aquellos miserables que cuando les preguntan de dónde son responden sin ganas que del pasado.
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