Nadie los vio venir de lejos: estábamos todos tan atentos a las reinas nacionales que se metieron entre la gente y se nos fueron acercando.
Avanzaron por entre las multitudes más calladas, beneficiándose del ruido de las gaitas que enardecían el aire con sus galillos sueltos. Nadie advirtió el polvo que se desprendía de las casas, la grieta silenciosa en los almendros. Quién iba a pensar que la ciudad se estaba cayendo. Ellos llegaron y prohibieron la pólvora. No pasa nada. Luego sacaron una ley seca en plena semana de fiesta y nos quedamos viendo televisión en la sala sin ningún inconveniente. Después prohibieron echarnos agua y maicena y seguíamos viendo el reinado en la tele, hasta que se les dio la oportunidad de no permitir que nos disfrazáramos.
Nadie notó a tiempo la frialdad con que acabaron con nuestras costumbres.
Pienso que a las fiestas de noviembre se las tiene que apreciar desde una perspectiva más festiva que estricta. Que se las considere agradables. Aquel que vaya a juzgarlas lo debería hacer desde un análisis donde cobre importancia el ambiente descomplicado de la gente que las celebra. No podemos simplemente prohibir la maicena y el agua queriendo una ciudad menos desordenada o buscando evitar una tragedia: aquellos son elementos inexorables en la búsqueda de nuestra identidad local. No me imagino que unas personas que anden por las calles con la ropa seca y la cara limpia te digan que están celebrando con ganas las fiestas de la independencia.
No sólo es observar la línea de comparsas desperdigadas en el asfalto y escuchar la nota melancólica del bombardino durante un porro, sino que también es disfrutar de un equilibrio bien logrado entre el desorden y la cultura ciudadana. Yo no espero esta época del año para seguir viviendo como solía hacerlo en el resto de los meses, no deseo una vida constante, de horas y acciones iguales como si estuviese llenando todos los días la misma cartilla de estampitas repetidas. Aguardo, más bien, por un tiempo astillado, una sucesión de momentos alegres, un lugar en el espacio donde encuentre la fugaz entropía que se pierde en la rutina de las otras fechas.
Si usted piensa diferente, está en todo su derecho, son sus libertades, pero no por eso puede censurar a quien se divierte en estas fiestas. Esto no quiere decir que apruebe al criminal que aprovecha la ocasión para robar cegando con espuma o que me emocione cuando una persona arroja agua sucia a un desconocido. Esas son problemáticas sociales que suponen nuevas políticas de desarrollo en materia educativa, no son la cara más grande de estas fiestas novembrinas.
Ahora, por estos días, la gente que aún no la goza quizás entienda que nuestra vida cultural pende del Joe, de la cumbia, de Son Cartagena, de los porros de corraleja, del olor a pólvora entre el griterío del barrio, de una terrible y fantástica mediación entre el riesgo y la conservación de la integridad humana.
Pero la ciudad se acaba y a ellos, los que poco a poco la gastan, no los hemos visto venir de lejos.
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