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martes, 22 de julio de 2014

Las distancias insalvables

Estábamos perdidos en la ciudad de las distancias insalvables, habíamos despertado en un laberinto de años y en un crucigrama imperfecto dibujado por dioses y desgracias en el vacío de la costa.
Permanecimos con los ojos puestos en la ruina de los edificios y en el patrimonio perdido para convencernos de nuevo que en el corral de piedra seguían los cerdos y los animales de monte, porque si bien nunca se iban a largar, había ocasiones en que la calma de la madrugada nos sugería la idea de que ya se habían ido.

Encontramos que nada había cambiado en mucho tiempo, que se conservaban, intactos, los parques sin terminar en medio de los barrios marginales. Caminamos por el polvo de las calles sin pavimento, por las penumbras de las esquinas repletas de pandilleros, por entre el silencio estancado y la tragedia en reposo de nuestras propias rutinas. Entonces nos dimos cuenta de que ya llevábamos varias décadas viviendo allí, que no había amanecido y nos habíamos tropezado repentinamente con un mundo de perpetua porquería, sino que lo habíamos olvidado, nos habíamos concentrado tanto en nuestros sueños que no advertimos el triste monumento a la mediocridad que nos habían construido, las nueve letras de su nombre, sus murallas antiguas y hediondas a orín que no eran más históricas que el hambre en las calles.

Éramos un grupo de idiotas y desdichados condenados por las generaciones, destinados a la anarquía política, a los políticos corruptos, a la corrupción de la democracia, a la democracia podrida, a la putrefacción de nuestras sombras y a la sombra de la muerte alzándose sobre uno mismo con el desprestigio de un golero.

De esa forma nos percatamos cómo trabajaba la miseria con los pueblos oprimidos, con las capitales de nadie, con los territorios saqueados más allá de los centenarios y las declaraciones de independencia: usando un método infinito. Y todo para que antes de irnos a acostar supiéramos que no solamente estábamos, ni andábamos, ni caminábamos, ni habíamos visto, sino que desgraciadamente estamos y estaremos, caminamos y andaremos en esta aún perdurable ciudad de las distancias insalvables, conmovida apenas por un llanto a lo lejos, el espantoso llanto de los personajes y los fantasmas que van muriendo poco a poco en nuestros sueños inconclusos.

Así que pronto volveremos a las promesas rotas, a la gigantesca bandera de la derrota que izamos en cada cumpleaños sobre el espejismo de nuestra comodidad. Y si varios nos insisten en que la esperanza es lo último que se pierde, les decimos: tienen razón, fue lo último que se perdió.

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