La primera huelga de hambre que hicieron los alumnos en la Universidad de Cartagena fue porque ya habían quitado del presupuesto las residencias estudiantiles.
Se tomaron la sede del Centro y poblaron como nunca aquellas habitaciones de la calle del Sargento Mayor, muriéndose de gastritis, con la arenga intelectual de la revolución comunista de aquellos años. No podían permitir que les robaran los cuartos donde tantas veces se habían desvelado jugando dominó y clavando la ficha sin pintas de sus propios sueños en borrador mientras los apuntes de las clases aguardaban para el final de la madrugada.
Eran otras épocas, el espectro de la educación superior aún se extendía sobre los antiguos platanales de Ingeniería y permanecía vivo en el aura vespertina de un cafetín que hoy no existe, como tampoco existieron los soldados camuflados que se metieron bruscamente en la noche y desmontaron la huelga en un operativo sin más rastro que la memoria de nuestros viejos.
Todo lo fueron vendiendo porque los pobres no importan mucho y lo público está condenado a cederse al sector privado; porque las nuevas generaciones deben arrastrar consigo la evocación tardía de los lugares perdidos.
Ahora crece un rumor: alguien quiere vender el Claustro de San Agustín, la sede más histórica de la universidad. Alguien que todos conocen y que nadie nombra porque el miedo nos mantiene callados. Pero en los pasillos se está construyendo una protesta, de silencio en silencio, de murmullo en murmullo entre el eco del baño como un fantasma secreto repleto de lápices y cuadernos de historia. Se sienten venir los años anteriores. Una sombra violenta aparece en las aulas. El tiempo, que todo lo repite, quiere volver a dejarnos sin nada.
No sé si nos toman como seres sin crítica nacidos ayer esperando quedar desnudos ante la miseria del Estado. ¿Creen que los estudiantes no nos damos cuenta? Sabemos que si pegamos un cartel en contra de la administración alguien lo arranca al rato, que los incentivos culturales son pésimos, que pusieron la jornada de votación antes de la Semana Santa para que el conteo de papeletas sea un misterio, que el comedor universitario sólo funciona durante las elecciones y que dentro del alma máter se mueve todo un sucio mecanismo que pretende perpetuarse en cada proceso electoral.
Pero esta vez tendrán que silenciarnos para cumplir sus objetivos y dudo que puedan hacerlo: si nos niegan la libre expresión de los murales la tendremos en los tableros y en otros medios que la respeten, si se atreven a amenazarnos los denunciaremos públicamente y si nuestros salones están en venta daremos las clases en el hotel cinco estrellas que piensan construir en ellos. Porque el que no conoce las tragedias del pasado está destinado a vivirlas de nuevo, y es evidente que no somos de esos.
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