Es viejo el cuento de que cuando los españoles llegaron a América y vieron la abundancia de la orfebrería nativa lo primero que hicieron fue comerciar espejos a cambio de oro y piedras preciosas. Más allá de que esa historia parezca mentira (porque en la Colonia no hubo comercio sino terribles saqueos) uno podría pensar que después de tantos siglos de asaltos y de humillaciones a los oprimidos no existan ya este tipo de desproporciones, pero la verdad es que el desalmado vínculo entre los dominantes y los dominados permanece intacto en el contexto político colombiano.
Me refiero a la compra de votos, a esa desequilibrada manera de perturbar la soberanía del pueblo a través de las limosnas otorgadas por los candidatos. En Colombia, casi todas las campañas electorales tienen un grupo especial que coordine a la gente que va a ceder su derecho al sufragio por unos cuantos pesos. Los días de las elecciones son días de correndillas y vergonzosos regateos entre el político astuto y el ignorante que no sabe lo que pierde. Es como los gitanos que llegaron a Macondo intercambiando collares de vidrio por preciosas guacamayas, sólo que en este caso no hay un Melquíades honrado que nos diga “para eso no sirve” cuando nos den el dinero del voto y creamos que ya va a mejorar nuestra vida.
Pensamos que estamos sellando la venta del año cuando en realidad regalamos al por mayor nuestro derecho de ciudadanos. Les aseguro que si vender el voto fuera un buen negocio los políticos corruptos no lo verían como la mejor inversión de sus vidas. Y eso es lo que es: una gran inversión, porque el beneficio que obtienen cuando están en el poder es tremendamente superior a los gastos de sus campañas políticas, pues a la larga esas personas que prostituyen su conciencia electoral por 20 o 30 mil pesos están condenadas a pagar aquella suma con el dinero de sus impuestos, con calles sin pavimentar, con reformas injustas y proyectos legislativos mediocres. Y no sólo eso, sino que al perjudicarse a ellos mismos también perjudican a los que sí creyeron en una opción de cambio y ahora deben aguantarse la tiranía de unos funcionarios públicos de baja calidad y alta corrupción.
Vender el voto es una irresponsabilidad civil que hace que la democracia parezca un modelo demasiado avanzado para nuestro país. Los que lo compran son gente sin respeto por la dignidad humana, son seres que sacan provecho de la desigualdad social de miles de colombianos y sus necesidades básicas insatisfechas.
Pido que votemos conscientemente: no ofrezcamos por migajas el vuelo popular de nuestra preciosa guacamaya.
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