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jueves, 21 de julio de 2016

¿Cuáles son los mitos del uribismo?

¿Cuáles son los mitos del uribismo? Desde el uribismo y el partido político Centro Democrático se han difundido muchos falsos rumores sobre al proceso de paz. He elegido desmentir los que me han contado a mí personalmente, tal vez así pueda aportar mi granito de arena en un posconflicto que merece todas las verdades.

http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/los-mitos-del-uribismo-10938





miércoles, 20 de julio de 2016

Los mitos del uribismo

Todos los saboteos siempre empiezan con falsos rumores. El saboteador se vale del miedo y de la mentira para desestabilizar un proceso; y en el caso del proceso de paz, el uribismo ha sido prueba contundente de ello. Ahora que la Corte Constitucional dio el visto bueno al plebiscito, es pertinente salir a desmentir algunos de estos “mitos” que llevan engañando a los incautos durante varios meses:
1. “Uribe nunca quiso un proceso de paz con la guerrilla”. Falso. En su primer gobierno, el expresidente Álvaro Uribe comenzó a negociar con el ELN y, según un artículo de la BBC, hasta consideró la posibilidad de pagarle a esta guerrilla a cambio de no secuestrar. La iniciativa no prosperó y, honestamente, nuestro “gran colombiano” estaba más ocupado desmovilizando a las AUC, las mismas que luego se convertirían en las bacrim de las ciudades.
2. “Los que apoyan los acuerdos de paz de La Habana son santistas”. Mentira. Aunque el país está polarizado, eso no quiere decir que las posiciones políticas se hayan reducido a santistas y uribistas. Santos no tiene ni tendrá el monopolio del posconflicto y no es solo de su gobierno el deseo de una Colombia sin guerra.
3. “Colombia está siendo tragada por el fantasma del comunismo”. Creer esto no te convierte en uribista, pero sí en un tonto. Hay que ser demasiado ingenuo o demasiado cínico para negar que Colombia es uno de los países más capitalistas de Suramérica: sus pensiones son cada vez más lejanas y mezquinas, su salario mínimo es el cuarto más bajo del continente (después de Venezuela, Brasil y Perú), su sistema de horas extras induce a la explotación laboral y no reduce el desempleo, su educación pública se deteriora en beneficio de la privada (las universidades privadas reciben el 98% de los recursos del programa Ser Pilo Paga) y su sistema de salud transmutó un derecho fundamental en una mercancía.
4. “Las FARC están esperando un descuido del gobierno para realizar nuevos atentados”. En la búsqueda de la paz hay que ser muy conscientes de que en este país hay grupos políticos que viven de la guerra y no quieren que el conflicto se acabe. De estos grupos puede esperarse cualquier cosa para boicotear el proceso de paz. Es posible que ellos mismos elaboren atentados terroristas y se los atribuyan a la guerrilla, como pasó en 2002 con el extinto DAS y en el 2006 con el Ejército Nacional. Estos atentados se planearon en las dos posesiones presidenciales de Uribe, toda una casualidad, ¿no?
No hay como pensar por uno mismo. ‘Sapere aude’, decía Kant. Atrévete a saber, ni Uribe ni nadie puede pensar por ti.

lunes, 18 de julio de 2016

Cartagena SIN MEMORIA

Mi conversación sobre una Cartagena históricamente desmemoriada, a propósito de mi artículo de opinión "Cartagena sin memoria" publicado en el periódico El Universal (aquí el link: http://www.eluniversal.com.co/opinion/columna/cartagena-sin-memoria-10707).

La mía es una ciudad que tristemente ha sido construida a través de las contradicciones. Agradezco enormemente a Rafael Bossio y a #LaPirraLab por la entrevista.


domingo, 17 de julio de 2016

La historia de la escuela que se convirtió en biblioteca



La institución educativa Olga González Arraut es la única en Colombia que en lugar de ser un colegio que cuenta con una biblioteca es una biblioteca que posee un colegio adentro. Sin embargo, vista desde afuera, uno no puede darse cuenta de esto. Su fachada es la misma que tendría cualquier escuelita pública de Cartagena a la que Dios y el Estado le han dado la espalda: un edificio de dos pisos pintado de verde y beige, rodeado por una paredilla de escasos dos metros de altura. La pintura de las paredes está desconchada y entre los calados de las aulas frontales –visibles desde la reja de la entrada– abundan el polvo y las telarañas. Es muy difícil que alguien pueda imaginarse que allí dentro está ocurriendo un acontecimiento extraordinario. Pero, contra todo pronóstico, es precisamente eso lo que está gestándose: un evento asombroso, sin precedentes.

Son las 09:45 de la mañana cuando entro al colegio. Es justo la hora del recreo. El patio, incandescente por el sol y su temperatura de 33° Celsius, va poblándose de estudiantes que corretean y sudan sus uniformes de diario o de educación física. Este sería un recreo común y corriente si no fuera por los estantes llenos de libros que hay en cada rincón de los pasillos y los niños que se sientan alrededor a leerlos. Han pasado tres años desde que la rectora y algunos maestros decidieron convertir la estructura física de la institución en una biblioteca gigante. La ‘escuela-biblioteca’, le llaman. Un proyecto ambicioso que tiene por máxima revolucionaria que los libros estén al alcance de todos sin las restricciones tradicionales de las bibliotecas. Esto quiere decir que no hay funcionarios custodiando los estantes, ni bibliotecarios que estén pendientes del préstamo de las obras. Mucho menos un cartelito en el que rece la leyenda SILENCIO, POR FAVOR. La sala de lectura del Olga González Arraut es la más ruidosa del mundo, pero también la más libre. Los estudiantes pueden caminar al anaquel más cercano, tomar una enciclopedia y llevársela a sus casas si lo desean. Así de fácil, sin tanto protocolo. No es necesario firmar un papel o fijar una fecha de devolución. “Si los niños se llevan los libros, entonces hemos ganado”, me dice Olga Elvira Acosta, la rectora del colegio desde el 2012.

El temor de que por falta de vigilancia se robaran los libros nunca estuvo presente, y si lo hizo, ya ha desaparecido por completo. Desde que el proyecto comenzó no ha habido un solo libro que no vuelva de afuera. Regresan sucios, descuadernados, algunos con las páginas arrancadas, pero lo más importante es que regresan leídos.

Estos ejemplares que con el tiempo acaban desgastándose no le cuestan un peso al colegio, ya que ninguno de ellos está incluido dentro del inventario que las normas administrativas le exigen anualmente a las escuelas públicas. Sí pertenecen, en cambio, a un patrimonio colectivo que se ensancha poco a poco con las donaciones que hacen los padres de familia y alguno que otro ciudadano interesado en el proyecto. A lo mejor es por eso que los estudiantes los devuelven y los cuidan, a su manera. Sienten que de verdad son los dueños de los libros y no unos clientes acostumbrados a observarlos detrás de una vitrina bajo llave en el interior de una habitación oscura y silenciosa.

De acuerdo con Olga Elvira, la intención de la ‘escuela-biblioteca’ es que todos los 1125 estudiantes matriculados se tropiecen con los libros tal como sucede con los vendedores ambulantes. “El vendedor ambulante obliga a le compres porque te hace tropezar con su artículo, hasta el punto en que tú mismo piensas ‘yo necesito esto en la casa’ y lo compras, pero no porque hayas salido especialmente a comprarlo”.

Esta filosofía callejera, aprendida de las ventas informales que proliferan en los andenes de la ciudad, es el alma de la biblioteca. Y si por el ‘tropiezo’ la gente compra frutas, raspaos y bolitas de naftalina, también es válido creer que un estudiante pueda encontrar algo bueno para leer, así no lo esté buscando.

Y, en efecto, la literatura en el Olga González Arraut es un paisaje inevitable que te ataca de frente. No solo a través de los libros, sino también por medio de las paredes. Aquí las paredes hablan. Tienen escritas frases célebres y lecciones para redactar. En este momento, a un costado de la fila que hacen los muchachos para comprar su merienda en el quiosco, una pared dice:

No me rendí.
No, me rendí.
¿Con o sin coma?
Tú eliges.

10:15 am. Suena el timbre que advierte el fin del recreo. Frente al rudimentario laboratorio de química hay un niño comiéndose unos Boliquesos. Los dedos con los que se mete el mecato a la boca están anaranjados por el colorante. Esos mismos dedos pasan las páginas de un atlas y su pequeña huella de queso artificial mancha la superficie de Dinamarca. Cuando el timbre termina de sonar, el niño ya se ha ido y el atlas queda abierto de par en par en el suelo. Como éste, otros libros más han quedado esparcidos por todo el patio del colegio. Los profesores que van camino a los salones para iniciar sus clases ven el reguero y se ríen: saben que aquel desorden es la evidencia irrefutable de que uno de sus alumnos estuvo leyendo.

La persona encargada de recoger y organizarlo todo de nuevo se llama María Rosalba Córdoba, una gigantesca mujer de 56 años oriunda de Quibdó que llegó al Olga González Arraut como portera y acabó siendo la bibliotecaria oficial. A esta hora es normal verla agachada, acumulando libros en su regazo para después colocarlos en su sitio. “Estoy en mi yeré” me dice satisfecha mientras sacude la mugre del “Diario de a bordo” de Cristóbal Colón.

Con la ‘escuela-biblioteca’ la vida de María Rosalba dio un vuelco. Dejó de ser la solemne mujer de la antigua biblioteca –un sombrío cuartito en el segundo piso– para transformarse en una atleta jocosa que con gusto recorre los doce estantes de madera que están repartidos por los corredores y oficinas del plantel. ‘Rosa’, como la llaman sus compañeros de trabajo, también se encarga de los libros inventariados, entre los que se encuentran los 270 ejemplares otorgados por el Ministerio de Educación a través de la “Colección Semilla”, un programa que hace parte del Plan Nacional de Lectura y Escritura y que tiene como objetivo ampliar las bibliotecas de los colegios públicos.

Para que estos libros inventariados no perezcan en el olvido y se puedan compartir con la comunidad, la directiva se ingenió un curioso método: compró en la ferretería del barrio dos carretillas tipo buggy y las destinó al transporte exclusivo de libros. Los profesores las bautizaron como los Buggy Lectores. Desde entonces, estas carretillas van de un aula a otra con su cargamento de obras literarias.

Cuando alguno de los estudiantes empuja una de estas carretillas los libros se asemejan a una pila de ladrillos. En el fondo es como si fueran entrenándose para la albañilería, pero no la del concreto sino la de la palabra. Sé que algún día veremos a estos chicos crecer para levantar edificios en honor a la fantasía.

Promotores de lectura

En el Olga González Arraut no basta con que la gente se ‘tropiece’ con los libros. Es posible que las miles de historias que aguardan en los pasillos nunca sean leídas, pese a estar siempre visibles. Por eso la comunidad educativa se inventó otro proyecto llamado Promotores de Lectura, en el que un grupo de estudiantes –en conjunto con los docentes de lengua castellana– se ofrecen a incentivar a sus compañeros de clase para que adquieran el hábito de la lectura. Estos promotores abarcan desde la primaria hasta el bachillerato. Se reúnen con antelación en un aula vacía, seleccionan los relatos que más les fascinan y luego van de salón en salón publicitándolos como si se tratara de un nuevo evangelio.

En septiembre del 2014 se tomaron la sala de profesores y la convirtieron en un restaurante para lectores. Colocaron sillas y mesas plásticas con manteles de cuadros y pegaron en la puerta principal un menú que, en vez de comida, prometía libros. Y eso fue lo que los promotores sirvieron a sus amigos. Una entrada de cuentos cortos de Anne Fine y una novela de Joseph Conrad o Gabriel García Márquez como plato fuerte.

– ¿En qué momento invitas a tus compañeros a leer? –le pregunto a Diana Quiroz, una promotora.

Los padres de Diana son costeños pero ella nació en Bogotá. Asegura que se unió a los promotores después de leer “El príncipe feliz” de Oscar Wilde. Eso fue en quinto de primaria, ahora cursa séptimo.

– Cuando discutimos sobre la vida cotidiana –responde–. Ahí aprovecho y les recomiendo los libros que he leído.

– ¿Qué libros recomiendas?

– “El ruiseñor y la rosa” o “Juan Salvador Gaviota”.

– Convénceme de leerme “El ruiseñor”…

– Ese es un cuento muy bonito. Trata de un pájaro y un estudiante que está enamorado, y pues…

Diana se coloca un dedo en la boca y me mira durante unos segundos.

– ¡No te voy a decir lo que viene porque le estaría quitando la narración al cuento! –dice–. Pero sí me gustaría que lo leyeras para que vieras lo que yo vi en él.

– ¿Y qué fue lo que viste?

– Una bella historia.

Listo. Eso es todo lo que necesita para enganchar a las personas. Tal vez si un adulto le dijera a un niño de once años que “Las Mil y Una Noches” son una belleza no le creería, pero si lo dice su amiga, la que se sienta al lado suyo en clase de matemáticas, la cosa es distinta. La palabra de Diana, al igual que la de los otros promotores, le llega a sus compañeros más como un chisme que como una orden y en eso consiste su embrujo.

Para Angie Paola Martínez, una estudiante de octavo grado que ya lleva tres años convidando a leer, las estrategias de persuasión cambian de acuerdo a la edad.

– A los niños chiquitos les encantan los finales felices –dice, con una cadencia perfecta– mientras que a los grandes les gustan los poemas de amor y el misterio.

Angie es cartagenera de pura cepa. Cuando habla y mueve su cabeza, la única trenza de su cabello se menea de un lado a otro como una escoba de palito que barre el reguero de historias bajo sus hombros. Leer le ha permitido desarrollar sus habilidades de cuentera, un oficio en el que ya se considera una experta. De hecho, en el 2015 participó en un concurso de cuentería en la Universidad de San Buenaventura organizado por el grupo cultural Caza Teatro y obtuvo el segundo lugar.

– ¿Qué cuento echaste?

– Uno con un final sorpresa. Era sobre unas reinas a las que atrapaban, las maltrataban y las cortaban. Todo el mundo se imaginaba que tenía que ver con la trata de blancas, pero en realidad no era nada de eso porque al final las reinas eran las cebollas.

Quedo un poco atónito. La inocencia de los niños pone en evidencia el trauma de los viejos. Un trauma alimentado por la historia de un país que ha estado más de medio siglo en guerra. Estos niños construyen paz y entretenimiento con su labor de chamanes palabreros, se esfuerzan porque en el futuro el secuestro y la tortura sean dos temas que se destierren a la simple realidad de las cebollas.

Gozándose un Picó Lector

Desde hace un par de años, los habitantes de Cartagena se han ido enterando que dentro de esta ‘escuela-biblioteca’ hay un picó que está al servicio de la literatura. Es el Picó Lector que se pasea por la ciudad pregonando fábulas y anécdotas. Único en su tipo, fue creado en el 2013 para que los promotores de lectura le enseñaran a contar historias a las comunidades aledañas al colegio. Su constitución es sencilla: dos bafles huecos pintados de blanco, cada uno con una puertecita delantera por medio de la cual se puede introducir una veintena de libros. Ambos bafles poseen cuatro ruedas inferiores que facilitan su desplazamiento y son considerados como la parte móvil de la biblioteca.

La primera vez que el Picó Lector incursionó en la ciudad fue en octubre del 2013 en la Calle Tercera del Labrador, en el sector Los Olivos, apodada en los últimos años como la “Calle del Bronx” debido a los delincuentes que suelen merodearla. Esta calle está ubicada a pocos metros de la entrada principal del colegio, tan solo hay que cruzar la avenida Crisanto Luque y subir una pequeña pendiente para acceder a ella. Hasta allí llegaron los promotores de lectura con el Picó Lector a cuestas, blandiendo su evangelio de la imaginación bajo el despiadado sol del mediodía. Fueron a las casas a conversar con las familias, entonando los párrafos de los libros que sacaban de los bafles. Algunos vecinos salían hasta los andenes a pies descalzos, incrédulos, con un rastro de perros callejeros ladrando sin parar.

“En una terraza había una señora con sus hijos. Ninguno de ellos estaba estudiando y la señora no sabía leer” me dice Luis Meza, hoy estudiante de undécimo grado. “Tuve la oportunidad de leerles varias historias a esos niños y ellos, al final, también me contaron las suyas”. Aquella experiencia, insiste Luis, es de las que marcan, de esas que uno jamás olvida.

Aunque el Picó Lector es más pequeño que cualquier otro, no tiene nada que envidiarle al Rey de Rocha, El Skorpion o al Passa Passa. Publicitariamente están al mismo nivel: los carteles con los que se anuncia los pinta, nada más y nada menos, que El Runner, el artista callejero que también les hace la publicidad a los bailes de picós más famosos de la ciudad. Entre los archivos del colegio, todavía se guarda la foto del primer cartel que El Runner diseñó para el Picó Lector, pintándolo en el mismísimo corazón del Mercado de Bazurto.

El pasado 7 de abril, el Picó Lector “sonó” en el Centro Histórico para compartir historias con los emboladores de zapatos que se rebuscan en una zona conocida como el Palito de Caucho. Ese día los estudiantes se enteraron –por boca de unos tipos que han pasado su vida embetunando cuero– de una mujer cuyo esposo se había disfrazado de sicario para jugarle una broma en plena calle con la moto del vecino, o de un joven al que le habían contado la leyenda de un brazalete que daba buena suerte a quien no la buscara y mala suerte al que deseara una vida mejor. Eran relatos que los emboladores habían guardado por mucho tiempo y que ahora tenían la chance de dejarlos salir.

En el fondo, todos andamos con la cabeza llena de cuentos. Sólo necesitamos que alguien nos escuche y nos conceda la palabra. La ‘escuela-biblioteca’ cree en eso, en la voz de la gente común y corriente. Para mediados del 2016, se han programado dos salidas más del Picó Lector: la primera al Parque de las Flores y la segunda a la Plaza de Bolívar. En el parque son habituales, además de las floristas, los mecanógrafos que fungen como abogados empíricos y las vendedoras de jugos tropicales; en la plaza predominan los turistas, caricaturistas, pintores y vendedores de limonada o artesanías. Presenciarlo debe ser maravilloso: un grupo de estudiantes inexpertos, púberes, a los pies de la estatua del Libertador de media Sudamérica, librando una guerra pacífica por la cual los cartageneros más humildes puedan independizarse del yugo incesante de sus rutinas.

Una lucha en la oscuridad

De los 1125 estudiantes matriculados en la Institución Educativa Olga González Arraut, 115 son estudiantes con necesidades educativas específicas. Están repartidos entre las tres jornadas con las que funciona el colegio: diurna (6:45 am-12:15 pm), vespertina (1:00 pm-6:45 pm) y nocturna (7:00 pm-9:45 pm). En total hay 74 niños con déficit cognitivo, 13 con ceguera, 2 que sufren de baja visión, 4 con limitaciones físicas, 17 con dificultades en la voz y el habla, y 3 con problemas psicosociales.

La atención a esta población especial comenzó en 1996, dentro de un programa de integración promovido por la Secretaría de Educación de Cartagena y que luego evolucionó a lo que actualmente se conoce como ‘escuelas inclusivas’. El Olga González Arraut es uno de los 18 planteles educativos de la ciudad que se dedican a esto. Ello no significa que cuente con todos los recursos necesarios para atender debidamente a sus estudiantes en condición de discapacidad. Las instalaciones carecen de rampas de acceso para quienes se desplazan en sillas de ruedas. Si un estudiante de estos quiere ir al segundo piso para ingresar, por ejemplo, a la sala de informática, le toca ser cargado por sus compañeros. Tal es el caso de Gloria Ruiz, una joven de undécimo grado que padece de osteogénesis imperfecta, un trastorno congénito que afecta el desarrollo óseo y que se caracteriza por la excesiva fragilidad de los huesos. Las personas con esta patología suelen fracturarse a cada rato, tanto es así que, coloquialmente, se le conoce como la enfermedad de los huesos de cristal. Desde que entró al colegio en cuarto grado, Gloria ha usado una silla de ruedas. Lleva siete años viendo cómo sus amigos más cercanos la alzan en hombros para subir los veinte escalones de piedra lavada que se elevan desde el primer piso. Al menor descuido, uno de esos pequeños viajes puede ser el último.

La rectoría ha enviado varias cartas a la Secretaría de Educación solicitando apoyo, pero jamás ha llegado una respuesta. En el 2014, ante la indiferencia de los organismos competentes, se acudió al personero distrital, William Matson, quien se comprometió a hacer las gestiones que fueran necesarias para la construcción de las rampas, pero hasta la fecha todo se ha quedado en palabras vacías. Mientras tanto, Gloria estudia y combate contra el peligro y las probabilidades de una muerte absurda.

Otra lucha es la que viven los estudiantes ciegos y los estudiantes con déficit cognitivo. Su odisea empieza con los exámenes neurosicológicos que deben hacerse para definir cuáles son sus necesidades educativas específicas. Estos exámenes los realiza el centro médico NEURES y normalmente tienen un valor de 400.000 pesos cada uno. Recientemente, un convenio con la Alcaldía de Cartagena redujo la cifra a 40.000. Sin embargo, aun con el descuento, muchos padres de familia no tienen con qué pagar y en ocasiones son los mismos docentes, las secretarias y la rectora quienes les colaboran haciendo una recolecta.

Pero el mayor problema de estos estudiantes es que el tiempo se les está llevando a sus profesores. En el 2010 se jubiló su maestro de matemáticas, José Arias Puello, famoso por ser invidente y diseñar una adecuación de las matemáticas para el aprendizaje de estudiantes con discapacidad, un proyecto con el cual fue nominado al Premio Compartir al Maestro en el 2004. El ‘profe’ José se pensionó y nunca llegó su reemplazo. “A nadie le importó que los chicos ciegos se quedaran sin saber sumar y restar”, escribió Olga Elvira Acosta, en una carta fechada el 14 de abril de 2016 dirigida a la ministra de educación, Gina Parody.

Tampoco llegó el reemplazo de Rafaela Berrío, la docente del aula de apoyo para niños con déficit cognitivo, y ahora María Arrieta, una de las dos últimas maestras de Braille que les queda, acaba de cumplir 65 años. Su partida es inminente, su relevo una incertidumbre.

Frente a estas adversidades, la comunidad educativa ha empleado sus propios procesos de inclusión. A cada nuevo ciego que se matricula en el colegio se le asigna un ‘par académico’. Regularmente, este ‘par’ es un compañero de clase con el que previamente el recién ingresado ha entablado una amistad. Un ´par académico’ siempre va a estar cerca, repitiendo cuantas veces sea requerido el dictado del profesor. O ejerciendo de guía por los desconocidos caminos de esta biblioteca gigante. Algunos han aprendido Braille por su cuenta y se les ve usar el punzón y la regleta como cualquier otro invidente.

En la ‘escuela-biblioteca’ los únicos libros inventariados que están esparcidos en los estantes sin ningún control son los de los estudiantes ciegos. La mayoría de estos ejemplares provienen de dotaciones hechas por el Instituto Nacional para Ciegos (INCI). En octubre del 2013, la rectora fue invitada a Bogotá para contar la experiencia del colegio en un evento organizado por el Gobierno Nacional. Allí, frente al presidente de la república y la ministra de educación de ese entonces, María Fernanda Campo, le prometieron un catálogo especial de obras literarias en Braille que jamás llegó. Lo que sí mandaron a Cartagena fue una impresora Braille, pero quien dio la orden de hacerlo se confundió o sencillamente le importaba un bledo aquel gesto, porque la impresora fue a parar a un colegio que no tiene ciegos.

Juzgar al libro por su portada

12:25 pm. Hace diez minutos sonó el timbre que termina la jornada diurna y, no obstante, aún hay montones de estudiantes rondando en el patio. Camino hasta el portón trasero del colegio y descubro a dos muchachas en el quiosco comprándose unas Pony Maltas. Espero a que las atiendan y luego, cuando van en dirección a la salida, les pido una foto justo al lado de otra de las inmensas frases que el colegio tiene escrita en sus paredes. Esta dice: “Lee pa’ que te actives”. Aprieto el botón de la cámara y les doy las gracias. Entonces recojo mis pasos y me marcho del Olga González Arraut por la misma reja desvaída que atravesé para entrar.


Desde la calle observo el colegio por última vez en el día. Las paredes agrietadas y el diseño anacrónico no me despiertan del ensueño. Y no es para menos: su fea fachada recuerda a esos libros que uno no debe juzgar por su portada, a esos libros viejos de ediciones remotas que, aunque sucios o descuadernados, los seguimos valorando enormemente porque sabemos que sus historias son superiores a sus apariencias.

Prohibir es fácil

Por culpa de la alcaldía de Manuel Vicente Duque, mejor conocido como Manolo, ya hay dos cosas que mis futuros hijos y las futuras generaciones de cartageneros no podrán vivir jamás: beberse una cerveza con sus amigos en la Plaza de la Trinidad y llevar su propia olla de sancocho a Playa Blanca. A ellos sólo les quedarán las historias de sus viejos, los cuentos familiares echados un domingo después del almuerzo y nada más. Ni la nostalgia más potente ni el poder de una anécdota precisa les pondrá bajo sus pies el territorio perdido.
Ya lo he dicho en artículos anteriores: cuando los gobernantes no quieren pensar, prohíben; y eso anda haciendo Manolo. Las medidas restrictivas de su gobierno han sido producto de su falta de imaginación y, por supuesto, de una vergonzosa pereza mental. ¿Para qué pensar en la problemática del microtráfico de drogas en Getsemaní si puedo prohibir la ingesta de alcohol en el barrio? ¿Para qué diseñar una pedagogía ambiental entre los cartageneros si puedo prohibir que lleven su propia comida a la playa? ¿Para qué voy a molestarme trazando y modelando zonas de camping en Playa Blanca si puedo prohibir que la gente acampe en las noches?
Prohibir, prohibir, prohibir. Concejales y alcaldes repiten esta palabra una y otra vez como un mantra indispensable para gobernar. Y cómo no hacerlo, si gobernar prohibiendo es más fácil y hace de los incapaces muy capaces de todo lo malo. Las prohibiciones les permiten a quienes las imponen cercenar un problema sin haberlo arrancado de raíz, algo así como barrer el polvo de la sala y esconderlo debajo de la alfombra.
Para restringir derechos e imponer sanciones no se necesitan muchas neuronas. Lo difícil es crearpolíticas de desarrollo sostenibles y pacíficas, innovar con campañas que de verdad cambien la mentalidad de las personas y que no sólo se basen en folleticos y propagandas radiales a los que nadie presta atención. Crear una cultura ciudadana exige estudios serios y mecanismos de difusión llenos de creatividad. Nada que ver con la trivialidad a la que nos han acostumbrado todos estos años.
Manolo se jacta de que su eslogan de gobierno sea “Primero la Gente”, pero la verdad es que los tiempos en los que primero esté la gente aún no han llegado. En Cartagena hemos estado esperándolos como idiotas, ávidos de una época más justa y menos excluyente. Y como suele suceder en estos casos, a cada uno de nosotros nos han dejado con las manos estiradas y la desesperanza de un gobernante mediocre que no sabe en dónde está parado ni cuáles son las prioridades de su gente.

Vivir de la guerra

La razón por la que Uribe y su Centro Democrático no quieren la paz es porque viven de la guerra. Si las FARC y el ELN no existieran su discurso se vería empobrecido y la población de votantes que los sostiene quedaría reducida a ellos mismos. Este partido político y su lamentable caudillo serían de una irrelevancia absoluta en un país sin guerrillas, y lo serían no porque yo lo piense así, sino porque sus propuestas de gobierno no tienen la más mínima intención de trascender la lucha armada. Por el contrario, se regodean en el conflicto y se agarran bulliciosamente de palabras como “terrorismo”, “castro-chavismo”, “impunidad”, “resistencia civil” o, más recientemente, “guerra urbana”.
Entre toda esa alharaca no se escucha nada propositivo sobre la educación, el trabajo, la salud y las libertades individuales, a no ser que sean alegatos en contra, como los que han hecho con referencia a los derechos de los homosexuales.
La doble moral de los políticos del CD carece de límites. Eso los ha llevado a juzgar a Juan Manuel Santos por amenazarnos con una “guerra urbana” si no se firman los acuerdos de paz de La Habana (“el terrorismo está envalentonado y la comunidad intimidada”, dijo Uribe en una entrevista). Lo que sí no cuestionan es que, al tiempo que critican al presidente, ellos se nutren de la amenaza castro-chavista y de la inestabilidad institucional venezolana: una amenaza que parte de una invención ridícula, porque difícilmente alguien vería en el rostro neoliberal de Santos a un socialista.
Mientras haya colombianos matándose en el monte por sus convicciones políticas el uribismo tendrá su materia prima. Sus integrantes son parásitos de la muerte, oportunistas de la tragedia. La popularidad de todas sus consignas se alimenta del odio y pareciera que el éxtasis de sus ideales residiera en el exterminio total del enemigo, en la “mano firme”, en el corazón grande y hueco.
A medida que avanza el proceso de paz, Uribe y sus fieles aumentan su disidencia, y es lógico: sienten que cada vez está más cerca el día en que deban despegar sus bocas de la deshonrosa teta de la guerra. Ese es el motivo por el cual recogen firmas que la incentiven y la perpetúen, pues su comodidad está en el desplazamiento forzado, en los ataúdes que desfilan hacia los cementerios, en la ignorancia y el miedo de las muchedumbres. Jamás en el posconflicto.
Ninguno de ellos desea ser como la espada vieja de un poema de William Ospina, a la que una implacable paz está matando.

Cartagena sin memoria

El pasado 1 de junio muchas personas celebraron el cumpleaños 483 de Cartagena. Y como ha sido costumbre desde hace ya varios años, la Alcaldía realizó una serie de actos conmemorativos en los que se incluyeron un concurso fallido de fotografía y una ofrenda floral a la estatua de Pedro de Heredia, el hijo de la grandísima que nos fundó.
Antes de hablar de estos dos errores conmemorativos descomunales, me gustaría aclarar las razones por las que creo que nadie debería celebrar la fundación de Cartagena. El 1 de junio de 1533 es una fecha para no olvidar, eso es cierto, pero eso no la hace una fecha memorable. Aquel día, una miríada de bandoleros con complejo de superioridad cultural llegó a estas playas y arrasó con las costumbres y las estructuras sociales de una civilización indígena. De los Kalamarí no quedó ni el recuerdo, ni un ligero rastro de sus mitologías.
De modo que el 1 de junio no es un día feliz, sino un día de espantos. Hace 483 años no sucedió nada bueno. Por el contrario: empezó la esclavitud, la evangelización forzosa, la discriminación racial y el proceso de mestizaje que, más que un encuentro entre culturas, fue una serie interminable de violaciones impunes.
Si esta fecha merece un lugar especial en nuestro día a día, ha de recordarse con la misma mesura con la que se recuerda una masacre. De ningún modo tendría que ser una fiesta. Podría hablarse de conmemoración, pero si es así ¿por qué el alcalde le echa flores a Pedro de Heredia? ¿Qué es lo que tienen estos negros e indígenas muertos de la Colonia que no nos duelen ni son dignos de una tristeza?
Por si fuera poco, la oficina de Comunicaciones de la Alcaldía organiza un concurso para elegir la mejor fotografía con la bandera de Cartagena. De entrada el concurso está viciado por una incoherencia histórica: nuestra famosa “cuadrilonga” nace en 1811 a partir de las gestas de Independencia y es absurdo izarla en honor a la fundación de la ciudad por parte de la Corona española. Pero no pasa nada, la nuestra es la ciudad de las contradicciones, la misma que construye monumentos de colonizadores frente al Camellón de los Mártires.
El concurso se hizo y ganó una foto que, siendo franco, parece más una publicidad de cigarrillos que una imagen reivindicadora de valores patrióticos. Todas estas cosas pasan cuando un gobierno no tiene idea de lo que es la memoria histórica. En este tema simbólico, la administración de Manolo Duque aparenta ser tan ignorante como la de Dionisio Vélez. Y ojo: lo simbólico es casi lo único que nos queda en una ciudad endeudada por un crédito de 250 mil millones.

Patrimonio champetúo

Aquel que diga que la champeta no es algo valioso para Cartagena es porque no conoce el corazón de esta ciudad tan bella. Quien piensa que el champetúo es un delincuente y un desadaptado social, está mal de la cabeza. No hay gente más bacana, ni más feliz, ni más vacilada que la que se identifica con la champeta. Así que basta ya de prejuicios.
Estos champetúos son los que están buscando que a la champeta se le declare Patrimonio Inmaterial de Cartagena. Un proceso fundamental por varias razones. Primero, porque es necesario que a este género se le dé un reconocimiento institucional por parte del gobierno distrital y de las autoridades gubernamentales en general. Así tal vez nuestros políticos por fin propongan proyectos idóneos a nuestra identidad cultural y no sólo se dediquen a usar la champeta para musicalizar los eslóganes de sus campañas electorales.   
Segundo, porque la champeta trasciende el ámbito musical para convertirse en el gallardete social de los excluidos. Los champetúos no discriminan, no distinguen entre blancos, indios y negros, a su comunidad entran los ricos, los pobres, los “Bienmiamor”, los ninguneados por los alcaldes y presidentes. Un gobernante que entienda esto sabrá que en la diversidad de la champeta está la paz que tanto se busca para los barrios asediados por la violencia.
Y tercero, porque creo que, de alguna u otra forma, la champeta nos ha enrumbado a todos. No hay estudiante, maestro, embolador, conductor de buseta, vendedor de lotería, enfermera, mototaxista, carretillero, fritanguera, cocinera de corrientazos, poeta, barrendero, vigilante o palenquera que no se haya espelucado al menos una vez en su vida escuchando un clásico del Sayayín, Louis Tower, Elio Boom o un nuevo tema de Kevin Flórez.
Cartagena está repleta de champetúos, y así debe ser. Alguna vez le oí decir a un amigo oriundo de Medellín que todo paisa tiene una finquita en el recuerdo. Con el mismo entusiasmo me atrevo a decir que todo cartagenero –quizás todo costeño– tiene un picó y una champeta atravesados en el alma. Un “Pato Donald”, “Viejo zorro”, “Mala hierba” o “Echen agua” que nos engolosina las nostalgias.
Por eso es que todos debemos preservar este patrimonio champetúo: para que las nuevas generaciones puedan gozar y evocar como lo hemos venido haciendo nosotros.
Los niños y niñas del futuro tienen que crecer sabiendo que quien baila champeta no sólo aprende a hacer camitas con el cuerpo y tirarse el pase de los tres golpes. El champetúo verdadero raspa las suelas de sus chancletas y encuentra en el ritmo la epifanía de una cultura.

El Trump colombiano

Todos los países, o al menos lo más neuróticos, tienen a un Donald Trump. Es decir, alguien que simboliza el fascismo, la godarria y la paranoia nacionalista que se esconde en lo más profundo de algunos sectores de la población. Todos los países, o al menos los más jodidos, tienen a un enfermo con poder que ondea la bandera de la ultraderecha y escupe sin disimulo sobre la cara de la diversidad y las libertades individuales. Y nuestro Donald Trump es Alejandro Ordóñez.
Nadie como él para encarnar el arquetipo de la discriminación. Desde que asumió el cargo de Procurador General de la Nación su cruzada en contra de los derechos de los colombianos ha sido tan notoria que desconcierta el hecho de que todavía hoy, 7 años después de ser elegido, su permanencia en el poder siga intacta.
Como Procurador ha promulgado abiertamente su homofobia y, lo que es peor, lo ha hecho en nombre del Estado. La aprobación del matrimonio y la adopción por parte de parejas del mismo sexo fueron más lentas y sufridas porque, siempre que tuvo la chance, Ordóñez le puso trabas al asunto y encendió la hoguera del prejuicio: la misma con la que hace 38 años quemó los libros “indeseables” de una biblioteca en Bucaramanga.
Pero Ordóñez no sólo es homofóbico, sino también un fanático y, por momentos, un hipócrita. En esta última década, que la Procuraduría defienda el derecho de la mujer a abortar es un imposible, porque para nuestro Trump tricolor la sociedad “no puede desconocer a los más débiles dentro de los más débiles, que es quien está por nacer”. Sin embargo, si en verdad le importaran los débiles no hubiera criticado la Ley de Restitución de Tierras ni exigido su modificación para que los pobrecitos latifundistas no sean despojados de las tierras que compraron en medio del conflicto con tanta “buena fe”. Ahora sí estamos fregados en un país en donde se defienden a los victimarios y se acusan a las víctimas.
Ni hablar de lo que ocurre con la eutanasia. La vida, según Ordóñez, sólo la puede quitar Dios. Algo inadmisible si caemos en la cuenta de que Colombia es un estado laico, pero no puede esperarse otra cosa de un tipo que en más de media década jamás distinguió entre su labor pública y sus creencias religiosas.
La portada de la más reciente edición de la revista Semana muestra una caricatura de Trump y, debajo, este encabezado: “De payaso a candidato”. Me pregunto si Alejandro Ordóñez querrá parecérsele en eso también, si deseará ser otro payaso más que se lance a buscar la presidencia.

Chambonería distrital

Cuando al exalcalde de Cartagena, Dionisio Vélez Trujillo, se le ocurrió que Transcaribe debía empezar a funcionar en sus últimos días de gobierno así faltaran puentes peatonales, la chatarrización de las busetas y la ejecución de un plan de semaforización, la mayoría de los cartageneros comprendimos que a nuestra ciudad la administran políticos flojos, tercos e inoportunos a los que les cuesta planificar.
En aquel entonces Dionisio, con sus decisiones rápidas y su obstinación sin precedentes, sumió a Cartagena en el peor caos vehicular que se le ha visto en la última década sólo por querer iniciar a la fuerza un sistema de transporte masivo que aún hoy adolece de la infraestructura adecuada para funcionar.
Pero claro, esta es la ciudad en donde las obras y los proyectos se tienen que hacer a como dé lugar, poco importa si quedan mal hechos o afectan a la comunidad. Lo esencial es terminar, gastarse la plata de los contribuyentes y dejar cualquier cosa para el futuro, así sea un monumento a la mediocridad.
Hay una palabra para todo esto: chambonería. Las decisiones se toman sin medir sus alcances y sus consecuencias.
Esto es lo que recientemente está ocurriendo con la última restricción del alcalde, Manuel Vicente Duque, para el transporte público en el barrio Crespo, al norte de la ciudad. Los buses que vengan desde la Boquilla con dirección al Centro Histórico y al suroriente de Cartagena ya no podrán circular por Crespo sino que deberán hacerlo a través del nuevo túnel que bordea el mar. Con esa medida cientos de empleadas domésticas, estudiantes universitarios, colegiales, madres cabeza de familia y trabajadores independientes –no sólo de Crespo sino de Lemaitre, Crespito y Santa María– están obligados a caminar enormes distancias para acceder al transporte público. Algunos, cuya ruta era cubierta por un solo bus, ahora tienen que pagar doble transporte.
El motivo de esta prohibición es, según el DATT, descongestionar la vía principal de Crespo. Y hay que reconocer que el alcalde y su gabinete ya pensaron en una solución: serán los buses alimentadores del SITM los que recorrerán la avenida y se encargarán de llevar a los pasajeros a la estación más cercana.
Pero aquí volvemos a la chambonería. Resulta que los alimentadores no estarán disponibles sino entre quince y veinte días después de haberse impuesto la prohibición. Esto sólo puede significar una de dos cosas: 1) “Manolo” no tiene idea de lo que es planificar. O, 2) No le importa el bienestar de sus ciudadanos, algo bastante raro, por ser él un tipo cuyo lema de gobierno ha sido siempre Primero la Gente.

La falacia de la mayoría

Hay gente que no entiende que la opinión de las mayorías no es un argumento válido para reconocer los derechos de las personas. No en un Estado Social de Derecho que basa la integridad y la interpretación de sus leyes sobre unos principios constitucionales.
La razón quizás sea porque ignoran el verdadero sentido de la democracia. Creen que la democracia es la imposición de la voluntad y las costumbres de la mayoría como si se hubieran estancado en la definición de los griegos y se hubiera grabado en letras imborrables aquello del «demos» (pueblo) que usa el «cratos» (poder) para gobernar.
Por eso cuando en la Corte Constitucional se aprueba el matrimonio entre homosexuales o la adopción igualitaria hay más indignación que gozo. Todo porque muchos colombianos están convencidos de que el dogma cristiano, por ser el dominante en el imaginario religioso del país, también debería ser el dominante en las leyes. Y eso no es así. Eso no es democracia. Eso es una tiranía mayoritaria que no respeta la secularidad del Estado.
Colombia no está para dejarse conducir por prejuicios generalizados que incitan a discriminar y a la guerra. La paz, si ha de llegar, será con la protección de la dignidad de las minorías, aunque las grandes colectividades se opongan.
Con esto no repudio la importancia de las mayorías. Lo que piense un gran porcentaje de la población sí es importante, ya que podemos conocer la conciencia, las necesidades y la ideología de uno de los tantos rostros que posee nuestra comunidad nacional. Lo que mucha gente no comprende es que entre ser importante y ser “lo único” hay un abismo de diferencias considerables.
Colombia es un país multiétnico y pluricultural. Si la Constitución Política de 1991 hubiera sido confeccionada por lo que creyera la mayoría no se hubiera aprobado la libertad de culto ni existiera una circunscripción especial para los grupos indígenas y las minorías étnicas en participación política y derechos territoriales.
Las mayorías no siempre tienen la razón. Las multitudes suelen equivocarse con frecuencia.Prueba de ello es que en su momento gozaron de la buena opinión de las mayorías la esclavitud, la ideología nazi, la segregación racial, el fascismo y prohibirle el derecho a votar de la mujer. Incluso la Biblia, que últimamente se malinterpreta para discriminar a las minorías, alberga un episodio contundente: fue la mayoría la que, en últimas, pidió a gritos liberar a Barrabás mientras que Jesús era condenado a la crucifixión.

Carta a Viviane Morales

Senadora Viviane Morales sé que usted está contenta. Contenta porque se recogieron más de dos millones de firmas para promover el referendo que evite el derecho de los niños en Colombia a ser adoptados por homosexuales. Pero déjeme decirle que desde el instante en que usted pisó la Registraduría Nacional del Estado Civil, este país tendrá que lidiar con el repugnante fantasma de la discriminación y con los irresponsables políticos que lo nutren.
Parece que las minorías no encuentran sosiego en esta nación de líderes tercos y ortodoxos, los mismos que en su tiempo predicaban contra los derechos de los negros y se oponían al voto de la mujer.
Los funcionarios como usted se aprovechan del miedo a la diversidad que sienten las mayorías. Hacen de la ignorancia generalizada su propia carrera electoral. Es curioso que diga ante las cámaras que de estas firmas no ha sacado ninguna recompensa económica, política o propagandística, porque lo que yo veo en el fondo de todo esto son votantes.
Viviane, usted está convencida de que la “Colombia creyente” tiene el poder para imponer sus prejuicios a quien no los tenga. En un Estado Social de Derecho, esa falacia es inconcebible y preocupa que una senadora de la república no sepa que los procesos democráticos consisten en incluir a todas y cada una de las minorías.
También preocupa que del Partido Liberal surja alguien con una campaña como la de “Firme Por Papá y Mamá”: nada que ver con el Partido Liberal de ideas seculares por el cual abalearon las casas de mis abuelos hace más de medio siglo en un pueblito del Magdalena.
Es triste que en un país que busca la paz existan funcionarios que promuevan un discurso de guerra, homofóbico. Un discurso cuya arcaica noción de “familia” no entiende que el amor no es un privilegio exclusivo de la heterosexualidad ni la “familia” un monopolio de la limitada relación entre un papá y una mamá.
Algún día personas como usted que propagan desigualdades y hacen lo posible para que los homosexuales no puedan casarse ni adoptar, serán vistas a través del imborrable lente de la vergüenza. La memoria histórica no perdona. El tiempo que pasa siempre castiga la falta de humanidad. Por eso estoy seguro que las generaciones de los años venideros sabrán incluirla en aquel lamentable grupo en el cual están los racistas y los xenófobos.
Al final, el vago recuerdo de su trayectoria política ostentará la misma ridiculez que hoy le atribuimos al apartheid sudafricano o al antisemitismo nazi, y usted, Viviane, no será más que un borrón en la historia de la evolución cultural colombiana.

La Secta de las cosas

Pertenezco a una secta minoritaria que todavía le rinde culto a las cosas más simples. Un pedazo de pan, un cuaderno mojado, una gorra pirata de los Yankees de Nueva York. Ese tipo de posesiones que acaban siendo sagradas, marcadas por el símbolo de lo intransferible y dotadas con una fuerza semántica que sólo uno mismo puede entender.
Es verdad que hubo una época en la que todas las cosas estaban untadas de magia, en donde los seres humanos podíamos comprender la labor profética de cada objeto que nos rodeaba. Nunca ha habido tantos integrantes de la Secta como en aquellos años. Por supuesto, eran los tiempos del significado trascendente y de la revolución pagana; la era en la que las ciudades se fundaban cuando una varita de oro se enterraba en la tierra y cuando las plagas se conjuraban con un báculo de madera.
Pero esa época ya no existe y ahora sólo queda un grupo minúsculo de tipos dementes que nos dedicamos a darles las gracias a las cosas más simples. Un vaso de leche, una cabuya vieja, un verso suelto escrito a mano en la última página de un libro usado. Esta es una secta anacrónica que jamás se congrega. Vamos por las calles observando las vitrinas y los postes de luz, vamos por la ciudad como por una iglesia y allí en donde están los demás, allí donde aparentemente nada ocurre, pues allí se encuentra nuestra Meca.
Transcribo un fragmento de nuestro Salmo de Gratitud número 21, esencial para quienes se inician en la Secta:
“…por eso damos las gracias a las flores artificiales: porque adornaron por más tiempo que la flor que se pudría en los jarrones. A la nevera y a sus galpones vacíos que algún día se llenarán de comida para dar de comer a nuestros hijos. Al envejecido parque de diversiones que nos mostró que el caos es un juego en la atracción de los carros chocones. A las puertas que se cerraron sin seguro y que estuvieron esperándonos disfrazadas de obstáculos. A los aleros de aquellas ventanas en donde vimos la lluvia caer sin que la lluvia nos mojara.
Al último peso de la jornada que gastamos sin pensarlo dos veces para poder vivir otra jornada. Al Coyote de los dibujos animados que fracasó mil veces en la captura del Correcaminos y mil veces lo siguió intentando. A la Gillete que nos cortó al afeitarnos porque sangrar en ese momento nos hizo más humanos. A los museos llenos de dinosaurios donde aprendimos que el tiempo pela la carne y nos deja sus recuerdos blancos.
Gracias a la almohada de funda raída que sostuvo nuestras cabezas cuando éstas estaban en otro lado soñando. Infinitas gracias al olvido y a la muerte que nos hicieron querer tener razones para que otros nos recuerden”.