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miércoles, 23 de julio de 2014

Mención de Honor de la Alcaldía de Cartagena



Ganador Primer Concurso de Ensayo de la Cátedra Unesco


Ensayo ganador : LA NADA DETRÁS DE LOS ESPEJOS

Los nombres de la muerte

La memoria histórica es bastante difícil en Cartagena. Los cartageneros no revivimos nuestra historia ni nos preocupamos por ejercer una reflexión crítica sobre aquellos acontecimientos que hoy consideramos como las grandes hazañas de nuestro pueblo. Simplemente decimos aquí murió fulano, acá peleamos con los españoles, allá estaban los esclavos, esta era tal plaza, etc. Despojamos cada suceso histórico de su carga empírica y los recordamos sin aprender nada de ellos: por eso es que los homenajes que le hacemos al pasado hoy nos saben a nada.
Es así como fundamos barrios con nombres de fechas especiales y les llamamos 20 de Julio en honor a la primera independencia nacional, 7 de Agosto en conmemoración a la batalla de Boyacá y 11 de Noviembre por la independencia de la ciudad. Todo esto para que cuando lleguen julio, agosto y noviembre aquellos barrios se transformen en vecindarios sangrientos que reportan, como mínimo, un muerto y varios heridos en la noche de los festejos. Si no creen, miren las noticias del pasado domingo donde un hombre fue asesinado por un disparo durante una riña en el barrio 20 de Julio o pregúntenle a los médicos de los hospitales para qué fecha se están preparando y ellos responderán que para el 7 de agosto, día en el que se espera que en el barrio 7 de Agosto se formen peleas.
Nosotros creemos en la patria tal como los sicarios creen en la Virgen, para que ésta les dirija las balas. Si la selección nacional de fútbol gana un partido en el Mundial entonces nos matamos (literalmente) celebrando, si llegó noviembre y vamos a gozar de las Fiestas de la independencia algún muerto aparece en los días siguientes, si la fundación de nuestro barrio coincide con la fecha de una batalla histórica esa misma noche nos destripamos festejando.
Está comprobado que no sabemos celebrar en cuestiones que tengan que ver con la patria, y es por eso que en Colombia todos los patriotas somos pájaros descalabrados.
Esas son las razones por las que debería estar prohibido que los barrios lleven nombres de fechas históricas relevantes: porque el concepto de patria dejó de significar algo para nosotros y ya no nos suscita ningún valor, es sólo una excusa que nos impulsa al odio y al olvido.
Claro que esto no es una verdadera solución, pues en el fondo, todos sabemos que la inseguridad y la violencia de la ciudad obedecen a conflictos socioeconómicos más profundos que el alcalde de ahora y las demás autoridades competentes no han podido resolver. Sin embargo, tal vez así nos evitemos tanta riña y tanta muerte cuando por obra del tiempo a algunos vecinos se les ocurra celebrar a tiros la Batalla de Boyacá o la Independencia de Colombia.

martes, 22 de julio de 2014

La libertad de las estatuas humanas

Casi nadie lo sabe, y por eso es un deber decirlo: no hay trabajo más difícil que aquel que consiste en no hacer nada. Y ese hombre que está sentado frente a mí es una estatua humana. O sea: alguien que se gana la vida haciendo nada.
Su nombre completo es Steven Andrés Hernández Herrera, es cartagenero, tiene 31 años y desde enero del año 2007 su vida depende de estar quieto. Desde la mañana hasta la noche se sienta en un balde y simula ser un pescador encorvado que acaba de atrapar un pescado.
Soporta horas de inmovilidad solamente para que aquellos que vayan andando le arrojen una que otra moneda en el pote de las limosnas que reposa, también estático, a sus pies. Su historia de vida inicia como inician casi todas las historias en Colombia: con la violencia y el fracaso.
Resulta que Steven jamás hubiese sido estatua humana si no es por la guerra. La primera vez que tuvo que prestar el servicio militar lo mandaron para el municipio de Guapí, en el departamento del Cauca. 
Allá, me cuenta, no habría podido seguir soportando, semana tras semana, la brutalidad de los entrenamientos y la incomodidad de matarse por el bienestar de unos pocos. Su pelotón estaba destinado a volverse una jauría de leones, una bandada de cuervos saca ojos. Así que para el 2006 ya se había salido del grupo y había regresado a Cartagena jurando no volver a aquel infierno construido con fusiles, órdenes y trajes camuflados.
– Estuve allá en la guerra – dice, tomándose varios segundos entre una palabra y otra–, pero me vine a esta guerra de acá, que es la pelea por la vida, una pelea que haces sin armas, sin nada.
Y era una pelea que parecía que perdía. Desde que había retornado a la ciudad había intentado conseguir un buen empleo sin resultados positivos. Tener la libreta militar no le había servido para nada. Él quería ser vigilante o algo que tuviese que ver con ello, y anduvo vagando de una empresa de vigilancia a otra, mandándoles su hoja de vida.
De esa mala época su recuerdo más intenso proviene de una ocasión en la que llegó a una empresa de vigilancia privada buscando trabajo como de costumbre y cuando fue a entregarle su hoja de vida a la secretaria, ésta le advirtió:
– Mijo, mejor llévatela porque aquí las votamos.

Steven no podía creerlo y ante su expresión de duda la secretaria trató de confirmar su frase con el dedo:
– Si quieres mira dentro de esa caja –le dijo la mujer.

Era una caja de cartón de un 1 metro x 1 metro en donde estaban amontonadas otras hojas de vida que habían llegado en el transcurso del mes, formando grandes pilas de papel y sueños frustrados que aguardaban la improbable selección del jefe. Entonces se convenció de que nunca tendría aquel empleo, ni ahí, ni en alguna otra parte.
Y hubiese seguido en el trajín de la lucha por el pan si un primo suyo no le propone disfrazarse de estatua humana para rebuscarse en el Centro.
Desde aquellos días no ha dejado de ser una estatua humana. Suma, hasta la fecha, siete años y seis meses de trabajo arduo, de calambres constantes y nalgas dormidas por la eterna espera.

Inmóvil
Steven tiene tres hijos y vive en un barrio llamado República del Caribe que queda en las faldas del Cerro de la Popa, junto a Palestina. Todos los días sale hacia el Centro a una hora indeterminada, dependiendo de los ánimos con que se haya levantado esa mañana. Se camina el trayecto entero, ida y vuelta. Según él, es una buena forma de mantener en movimiento los músculos que luego se mantendrán estáticos durante largas horas. 

Después llega hasta el Parque de la Marina para colocarse su particular atuendo; allí también se maquilla, embadurnándose con una crema de color negro que se puede conseguir en cualquier miscelánea de la ciudad y que todo tendero conoce con el nombre de Pintacaritas. Claro está que, cuando la situación económica se pone estricta, Steven recurre a polvo de carbón que obtiene raspando leña quemada contra el andén. De cualquier forma, no le lleva más de quince minutos alistarse por completo para emprender su jornada de piedra y bronce.
Un turista que anduviese por la calle sólo vería la estatua. Miraría rápidamente el sombrero de caña flecha, el rostro pintado de negro y el palito de madera con un pescado de trapo amarrado en la punta. Pero habría que charlar con él para saber que sus zapatos negros son los más elegantes que tiene y que dentro de su pescado de trapo se encuentra parte del algodón que tuvo que sacar de una de sus almohadas para terminar de rellenarlo.
Hacer de estatua humana implica volverse casi un objeto, fundirse con la materia inmóvil de la ciudad, mezclarse íntimamente con los postes de luz, las tapas del alcantarillado, los avisos luminosos de las casas de compraventa, las escaleras estrechas de los moteles de cero estrellas, en fin, todas esas cosas que, llegado el momento de expirar, acaban haciéndolo en el mismo sitio de siempre.
De manera que este es un oficio que no es tan fácil de llevar a cabo. Steven me cuenta que siempre hay quienes se dan a la tarea de perturbarlo, ya sea contándole chistes vulgares o gesticulando muecas.
No han faltado las mujeres que lo han rodeado y lo han manoseado mientras le dicen obscenidades en el oído, hasta hubo alguna que en medio del desorden colectivo se llegó a quitar el brassier y le mostró, rápidamente, sus dos pezones erguidos.
Pero nada de eso logró alterar la solidez de su postura; lo más cerca que estuvo de moverse fue una noche en la que dos actrices porno iban cruzando la calle y se detuvieron frente a él para tomarse unas fotos con sus celulares. En las fotografías (que por desgracia Steven no conserva) salió con su cabeza acomodada entre los senos de las actrices, como si protagonizara una publicidad de Playboy sobre monumentos sexuales en la ciudad del pecado.
– Eran dos caballos de fuerza –me recuerda Steven–: me la arrecostaron en todo el galón ¿entiendes?
Cuando dice la palabra galón se toca la cabeza con las manos, esa cabeza que, mientras su portador está paralizado, repasa una y otra vez la espiral de memorias que componen su vida. Y es que sentado sobre el culo invertido de un balde, Steven Hernández pesca todos sus recuerdos. Vigila el indiferente contorno que lo circunscribe en un mundo hostil lleno de caminantes acelerados. El mundo moderno, el mundo postmoderno, el mundo contemporáneo.
Este puto mundo de la producción en serie y de las entregas inmediatas, donde los peces más rápidos se comen a los lentos. Por eso, desde que vi a Steven haciendo de estatua humana sentí algo en su respiración pausada, algo en su calmada silueta, algo en la personificación de su pesca infinita que nos gritaba:
¡Jódanse peatones, yo estoy libre porque no me estoy moviendo!

El artista detrás de los carteles de champeta

El primer cartel de champeta que pintó el Runner coincidió con el auge de un picó de su barrio: El Conde. Hace 34 años, todos los fines de semana, el barrio la Candelaria rompía la sosegada trama de la ciudad con el furor musical de sus bafles gigantes. Era una música que venía especialmente desde la vieja Calle de los Palenqueros, lugar donde nunca faltaba la presencia de El Conde.
Runner o José Corredor (como solía llamarse en esos años) agarró su juego de acuarelas e hizo un aviso publicitario por su propia cuenta, sin que nadie le ofreciera nada a cambio. Pegó su cartelito en un poste de luz frente a su casa y esperó el momento en el que el dueño del picó llegara preguntando quién había sido el autor de aquella publicidad. Cuando vieron al muchachito de dieciocho años la simple curiosidad se transformó en sorpresa, y de la sorpresa se pasó a los negocios. De repente, todos los dueños de los picós comenzaron a encargarle sus carteles, en cantidades modestas de ocho a doce ejemplares, nada comparado con las quinientas que puede hacer hoy en día para un baile organizado por el Rey de Rocha en la Plaza de Toros de la ciudad. Para esa época la única condición que exigía el Runner era que lo dejaran entrar a los baile de picó que él promocionaba.
La verdad es que José Corredor jamás creyó que bastaría con cursar cuarto de bachillerato para convertirse en leyenda. Hace 32 años, en la primera clase de inglés del Colegio de la Universidad Libre, a José Corredor se le ocurrió preguntarle al profesor cómo se decía su apellido en inglés.
– Fácil –le respondió el profesor–: se dice Runner.

Desde entonces, todos los que lo conocen, incluso hasta sus amigos más íntimos, lo llaman El Runner. José Corredor únicamente existe en la partida del bautismo y la cédula de ciudadanía. Si acaso en la memoria de sus padres. José Corredor es un fantasma jurídico comparado con aquel que la gente apoda como El Runner, ese que todos los vendedores del mercado de Bazurto pueden ubicar y señalar en medio de las aglomeraciones, entre las pilas de zapatos chinos y ropas de segunda mano, ese que cuando atraviesa los pasajes de El Colmenar los empleados dicen “ahí va el Runner”, como si conjuraran el elemento secreto para una receta de alquimia.
Runner no lo sabe, pero Cartagena es la ciudad donde los artistas aprenden a formarse entre las ruinas. Acá, afuera del Centro Histórico y los barrios de la élite, crece una ciudad de sueños podridos, un gimnasio de escombros reciclados y extintos que jamás sale en las postales ni en las propagandas de la Corporación Turismo. La gloria y el éxito son ideas que el agua se ha llevado en cada aguacero de mayo y, a veces, las únicas armas que sirven para mantenerse intacto son el silencio y el olvido.
Es en esta otra ciudad donde se encuentra el taller del Runner, taller que, dicho sea de paso, era anteriormente un sitio abandonado, rodeado de tripas de pescado y excrementos humanos. Para llegar allí hay que bajarse cerca de la Olímpica del mercado de Bazurto, luego caminar hacia el centro comercial El Colmenar y atravesarlo sin desvíos hasta el otro lado, en donde los transeúntes se adentran en un laberinto de restaurantes de mala muerte y negocios informales. Ése es el corazón de Bazurto, un corazón caliente, vibrante, húmedo. La luz del sol apenas si toca los caminos, pues sobre las chazas y los callejones se extiende una gran variedad de techos de bolsas plásticas que recuerdan la arquitectura de los cambuches militares. En aquella anarquía de vendedores de películas piratas y televisores de baja gama, uno puede advertir los rastros del Runner que van surgiendo en los avisos de las piñaterías y en las carretas varadas en las esquinas: todos con la misma letra cursiva y fluorescente que suele aparecer en los afiches del Rey de Rocha o en los pendones de El Imperio. Entonces, sólo es cuestión de andar unos cuantos metros más para encontrar al Runner metido en la escuadra de sus cuatro callejones, llevando a cabo sus afanosos brochazos.
UN MUNDO COMPLEJO
José Corredor Rodelo vive en la Magdalena, en Olaya Herrera, cerca del cementerio. En los días de trabajo sale hacia al taller en su moto, muy temprano. Espera hasta las 8:00 a.m., que es cuando llegan todos sus ayudantes y vales firmes. Posteriormente, empieza a pintar hasta las cinco de la tarde, descansando sólo al mediodía para almorzar. Al final de su jornada ya tiene listas las grandes cantidades de publicidad para El Rey de Rocha, El Géminis, El R.S, El Imperio, El Geovanoty, entre otros…, todos con pedidos de cien pliegos en adelante, pagados anticipadamente a mil pesos la unidad.
El mundo de los carteles de bailes de picós no es tan sencillo, mucho menos fácil. Para que funcione, primero los dueños del picó tienen que encargarles los carteles al Runner, encargo que va de las trescientas a las quinientas unidades. Luego, cuando se han pintado todos los avisos, éstos son recogidos por los cantineros (personas que reparten el trago en el lugar donde va a celebrarse el baile) y distribuidos por zonas, especialmente en los cuatro barrios que constituyen los pilares de las barriadas populares de la ciudad: Olaya Herrera, El Bosque, Torices y el propio mercado de Bazurto.
Cada uno de los pies de poste, las carteleras dobles, los carteles solitarios y las paredes completas son hechos a mano en un proceso que combina el trabajo artesanal con la producción en serie. Los pliegos en blanco de papel margarita se pegan cuidadosamente con bóxer en las paredes del taller, de tal manera que puedan ser removidos más tarde sin que se rompan. Una vez que los pliegos están acomodados, el Runner pinta el nombre del picó y el círculo donde estará escrita la fecha del baile. Después un ayudante traza el lugar y otro más pinta los nombres de los anfitriones que invitan al picó. Así hacen con todos los carteles, hasta completar los centenares de encargos que hoy podemos observar en las paredillas más remotas y en los sectores más olvidados de esta ciudad quebrada, sostenida emocionalmente a punta de música y de obscenidades literarias.
Estos carteles tienen la característica de que pueden verse a muchos metros de distancia: ya sea desde las ventanillas de las busetas, desde el montacargas de una camioneta o en el asiento trasero de la mototaxi, todos los habitantes de Cartagena han visto, a lo lejos, las letras rojas y luminosas de la publicidad de los bailes de picós. Esta estética de lo fluorescente tiene una razón histórica que el Runner resume en un comentario:
– Antes, cuando había toros en la Plaza de Toros, pegaban unos carteles del mismo color, todos tan igualitos que si uno pasaba por ahí no los distinguía de los avisos de huelgas y paros nacionales.
Yo me pregunto si no será precisamente por la intensidad del color, la sabrosura de la champeta y el erotismo de los bailes de picó, que este fenómeno artístico se posiciona en el mismo nivel crítico y social de las huelgas y los paros nacionales.

Crónica de una coctelería de 24 horas

Hace tres años, mientras Samir Prens preparaba un coctel de camarones a un taxista, Eliana Quiñones lo miraba. Lo hacía desde su puesto de comidas rápidas a unos pocos metros de la coctelería. Su cara, oculta tras el vapor de las salchichas y el crepitar de los chorizos en la plancha, era la de una mujer que sabe que va a enamorarse. Las varias noches que llevaban trabajando juntos, uno al lado del otro, los habían unido en secreto y siempre de la misma forma: ella mirándolo en su carrito de perros calientes y él sabiendo que lo observaban, resguardado en su glorieta de mariscos y frascos industriales de salsa de tomate.
La verdad es que estaban condenados a amarse desde que empezaron a coincidir en los turnos nocturnos. A veces, cuando la clientela de ambos parecía desaparecer en el silencio de la madrugada, no había otra opción que hablarse para no morir de sueño. Samir Prens fue el primero que rompió el hielo de la conversación. Cuando el tiempo iba más allá de la medianoche, se dirigía hacia el puesto de Eliana y la saludaba. Tenía entonces 36 años, usaba bluyines oscuros, suéter blanco y un delantal enorme que en lo único que se diferenciaba de una bata de laboratorio era que tenía el dibujito de un camarón anaranjado en el pecho. Antes las horas se les iban viendo televisión (cada uno por su lado) hasta que en la programación nacional salían las barras multicolores anunciando el fin de la emisión. Ahora, que Eliana no sólo lo miraba por sobre el vaho de las hamburguesas, sino que también dialogaban, podía el sol salir sin ningún apuro, porque el presentimiento de que ella se iba a enamorar había comenzado a hacerse efectivo.
La Coctelería de La Torre está ubicada entre el monumento a Cervantes y la avenida que divide al Banco Popular con el Parque del Centenario. Es la misma avenida que se llena de personas que intentan embarcarse en uno de los tantos colectivos que llevan hacia la Bomba del Amparo. En este momento hay un excedente de taxistas producto del reciente paro de conductores de buses que les ha dejado libre el camino. Buscan entre los transeúntes a un potencial pasajero. Llego a la coctelería donde está Samir Prens atendiendo a sus clientes, tiene 39 años, usa su uniforme de siempre y una gorra negra de la Harley Davidson. Detrás de él, ayudando y portando el mismo uniforme, se encuentra Eliana, ahora convertida en su esposa. Les pregunto cómo es posible que en esta historia de amor no haya habido ningún inconveniente y Eliana me responde de inmediato:
– Sí los hubo. Llegó un momento en que se me acabó el contrato y me salió otro trabajo mejor, así que me fui a otra parte a trabajar. Pero él no dejó de llamarme. Me siguió hablando hasta que hicimos más fuerte la relación. Entonces yo quedé embarazada y más tarde él me pidió que le ayudara aquí.
Entonces supe que aunque existan huecos en la carretera, los enamorados siempre tendrán su pedacito de asfalto para continuar sin problemas.

Turnos de 24 horas
Desde que Samir trabaja en la Coctelería de La Torre tiene un turno que se  inicia a las 8 de la mañana y termina a las 8 de la mañana del día siguiente. Luego descansa un día completo para volver a comenzar. Al principio, salía al Centro y regresaba a su casa en bicicleta, pero el cansancio de las horas de insomnio terminaron cobrándole una multa que casi acaba con su vida: una vez, volviendo a su casa, se durmió en plena carretera y sólo se despertó cuando su bicicleta chocó contra un carro detenido. Desde entonces, se transporta exclusivamente en mototaxi.

Me dice Samir que el sueño es lo peor. A veces él y Eliana se quedan dormidos en las sillas plásticas de los clientes hasta que alguna persona los llama para pedirles una gaseosa o un coctel. El televisor de 22 pulgadas hace mucho que dejó de entretenerles y no son todas las veces que pueden quemar las horas viendo las series gringas que pasan por el Canal Caracol después de las 12. Ocasionalmente, Samir conecta un DVD y pone una película que les mantenga alertas de los indigentes o borrachos que a veces se acercan para gritarles sandeces o robarles las sillas. Si la película es buena pueden vigilar su tierno patrimonio de mar compuesto por un nevecón de Coca-Cola, ocho frascos grandes de salsa de tomate, uno de mayonesa, un lavaplatos para enjuagar el marisco procesado y un pote con mentas para combatir el aliento a cebolla.
– A pesar del cansancio, este oficio enamora –dice Samir.
Y le creo. En este oficio encontró a su esposa y ha podido mantener a sus hijos. Supongo que ya debe tener el mismo corazón noble de los pescadores que pueden soportar la derrota de los días en que no cogieron nada. Van ocho años de alimentar poetas insomnes que se desvelan viendo el Reloj Público, ocho largos años brindándoles cocteles a cocheros, taxistas, meseros y pasajeros de colectivos. Una jornada laboral de 24 horas nada más puede recompensarla la melancólica república de vagabundos y automóviles que a esa hora brillan y se agitan bajo las luces amarillentas de los postes, como queriendo organizar un baile secreto para aquel que se esfuerza en la vida.
Sé que Samir Prens no se aburre de ser coctelero, porque cuando le pregunto si todavía disfruta comiendo sus propios cocteles de camarón me responde con picardía:
–Claro que sí. Imagínate: ya llevo cuatro hijos a punta de coctel de camarón.




Requiem por la bolita uñita

Muchos de ustedes ya están grandes y lo saben: antes de que las canicas se volvieran trastos para decorar floreros o peceras nosotros solíamos jugar con ellas a la bolita de uñita. Todos guardábamos una colección de bolitas dentro de una media o en el tarro de la leche Klim y esperábamos el final de las clases para empezar a jugar nuestra guerra de trampas sutiles y puntería. Con el paso del tiempo estas bolitas se perderían debajo de la cama o quedarían estancadas en un rincón del patio junto a las macetas y a los balones espichados como pequeños planetas olvidados por sus dioses.
En esos años nada fue tan esencial como el hoyito. El pelao más birrioso era el que buscaba una tapita de gaseosa y empezaba a cavar con ella en la tierra de un parque o de una terraza, hasta que hubiese un hueco en donde pudieran embocar las canicas. Entonces alguien trazaba una línea y desde ahí todos arrojábamos nuestras bolitas de uñita para asignarnos los turnos dependiendo de quién había quedado más cerca del hoyito, no sin antes aclarar si íbamos a jugar a la verdad o a la mentirita, porque para ser francos, deseábamos con ansias pelar al adversario, de modo que no íbamos a aceptar que alguien no pagase sus derrotas con canicas.
Llegó a ser tanta la birria de este juego que Cremhelado sacó paletas que venían con canicas especiales, de esas que no podíamos conseguir en las misceláneas a 3 por cien pesos, sino que teníamos que ganarlas apostando nuestras bolitas más sagradas.
Ahora que ya esas bolitas no existen, que mis amigos crecieron y que toda esta anécdota es historia, siento que el hueco que se cerró en la tierra de nuestro barrio terminó por crecernos en el pecho, dejando un vacío irrecuperable. A las generaciones que vienen sólo les queda un reguero de planes postpago y teléfonos inteligentes. Nada de bolita de uñita.
Me pregunto si de tanto haber restregado una a una nuestras tradiciones ya sólo nos quedan escombros y cenizas, muy parecidos a esa mugre que nos sale cuando frotamos, entre sí, las palmas de las manos. Me pregunto si aquellos niños que hoy se la pasan en sus tabletas y mandando mensajes por WhatsApp conocen la emoción del contacto humano, la nostalgia por el patio, la palabra “perrito guardián” o la técnica de “la pitica jalá”. No sé, quizás esté exagerando. Pero estoy seguro de que con el desarrollo descabellado de la tecnología, algo fundamental hemos perdido.
De todas formas es importante tratar de recuperar los juegos populares porque se aprende mucho. Por ejemplo, todo aquel que jugó bolita de uñita sabe y recuerda que cuando arrepechas y embocas también pagas y te vas: ésa es la verdadera definición de la vida.

Ojalá que pierda Colombia

Todavía no había nacido cuando Colombia empató con Alemania en los últimos minutos con un gol de Freddy Rincón. Mi abuela me cuenta que minutos antes, mientras Alemania ganaba, todos en la casa trataban de no seguir viendo el partido para no vivir la frustración que suele darles a quienes relacionan íntimamente a la patria con noventa minutos de fútbol.
Pero cuando Colombia metió el gol al minuto 92 un estallido reventó la afonía del barrio y la ciudad entera entró en una especie de efervescencia, como si hubiera caído sobre Cartagena una pastilla gigante de Alka-Seltzer.
Entonces todos recuerdan cuando uno de mis tíos salió en pelotas del baño gritando de emoción y corriendo hacia el televisor con el jabón chorreándole del cuerpo. Eran otros tiempos, los máximos actos de violencia aquella mañana de junio habían sido dos o tres vulgaridades hacia el cielo que duraron lo que duró el partido con Camerún en los octavos de final.
Once años después, durante la final de la Copa América, Iván Ramiro Córdoba marcaba de cabeza el gol que nos daría el título frente a México. Todos hicimos una caravana ese día, tocábamos los pitos de los carros y gritábamos “día cívico, día cívico” sabiendo que el lunes despertaríamos sin ganas de trabajar o de ir al colegio.
Recuerdo que algunos se quitaban el suéter de la Selección para usarlo como bandera y que las emisoras pusieron el repertorio musical de las fiestas de noviembre en pleno mes de julio.
Estábamos hechizados por el encanto de la victoria, embrujados por aquel deporte lleno de cambios de frente, tiros libres y tarjetas amarillas. Veíamos en los partidos ganados una salida y un consuelo de nuestra derrota socioeconómica. Sin embargo, en aquella euforia no hubo tanta violencia como ahora.
Es triste saber que una sociedad que acaba de votar por la paz no pueda sobrellevar con calma un simple mundial de fútbol. Las victorias contra Grecia y Costa de Marfil comprobaron que muchos de nosotros perdimos la capacidad de celebrar sin vandalismo. Y así como en la vida hay malos perdedores también hay que decir que, hasta ahora, muchos hinchas colombianos han sido pésimos ganadores.
Los noticieros muestran a personas saqueando tiendas, disparando al aire, ensuciando con espuma y maicena a los policías. Se han reportado varios homicidios. Esto tiene que terminar. Una Selección tan buena no merece la hinchada inmadura y agresiva que tiene.
Me encanta el fútbol, pero si vamos a seguir matándonos cada vez que Colombia gana un partido prefiero que nos eliminen del mundial, y rápido, ya que no me imagino cómo quedará este país si por algún milagro ganásemos la Copa.

A un elector de Zuluaga

¿Usted va a votar por Óscar Iván Zuluaga? Piénselo bien antes de hacerlo. ¿Le molesta que no respete su criterio político? Bueno, a mí me molesta que gente como usted no respete ni se conmueva con tanto muerto que ya han dejado más de cincuenta años de guerra. Me molesta, aún más, que su candidato ni siquiera reconozca el conflicto, que en su cabeza no quepa el dolor de las víctimas y que en su consciencia sólo exista la terca solución de la violencia.
¿Usted de verdad piensa elegir a un personaje que es la sombra de otro? ¿Acaso no ve los intentos de Zuluaga por duplicar a Uribe? Debería reconsiderar su elección, pues el tipo no se parece, sino que quiere parecerse a Uribe. Entonces querrá seguir con las chuzadas a la oposición política, con las zonas francas revalorizadas en beneficio de ciertos particulares, con las bonificaciones a soldados cuando maten para que continúen los falsos positivos, con las malas relaciones internacionales y con la corrupción de programas como Agro Ingreso Seguro.
Sabiendo todo eso ¿optará por Zuluaga que además desea perpetuar esta guerra en la que constantemente se han matado, unos a otros, los hijos de los pobres?
No crea usted que desconozco que Santos tampoco es un prodigio, pero por lo menos tiene en cuenta la paz, y ya eso es una diferencia considerable. Sin embargo, a veces pienso en lo mal que nos va en esta “democracia”. Que debamos decidir entre la derecha y la ultraderecha habla mucho de nuestra actualidad. Que varios intelectuales de izquierda estén obligados a promover la candidatura de Santos para que no gane Zuluaga muestra el punto miserable al que ha llegado nuestra política nacional.

Lo más normal es que siendo este un país tan devastado por la ineptitud de los gobiernos conservadores la gente termine eligiendo a un presidente diferente, que sea del pueblo y tenga inclinaciones hacia la izquierda. Pero contradictoriamente nos ha tocado una segunda vuelta terrible, decidida por el 40% de colombianos que votaron y autorizada por el otro 60% que se quedó en sus casas viendo televisión o esperando la plata del voto.
Así estamos: votando mal o no votando, y eso nos tiene jodidos. Se nos fermentó el criterio político a punta de no usarlo. Y cómo no, si los colombianos llenamos más estadios de fútbol que puestos de votación. En el fondo, la culpa de que este país vuelva a sus años de guerra y de miedo no va a ser de Zuluaga, ni siquiera de usted, que votará por él, sino de todos aquellos que no se inmutarán por meter su tarjetón en las urnas.
Pese a ello, si usted vota por Zuluaga no vaya a incomodarse si creemos que patrocina la guerra.

La segunda oportunidad

Colombia hoy tiene un olor muy parecido a la mierda. Le hieden las calles, le apestan las banderas. Hoy, como tantas veces en muchos años de guerra, un olor a podrido se levantó de las urnas, de las casas, de los bares y discotecas, de las universidades públicas y privadas, de la misma cama en donde dormimos. Todo se debe a que se nos ha muerto la conciencia, la tenemos muerta en la cabeza desde hace siglos: por eso nos huele mal, porque ya está descompuesta, porque es un cadáver sin sepultura que se encuentra perdido entre los trastos de la memoria.
El hecho de que Óscar Iván Zuluaga haya ganado la primera vuelta sólo puede significar una cosa: este país está más jodido de lo que aparenta. No contaron las chuzadas, ni el proceso de paz, ni el terrible pasado político de Uribe, lleno de irregularidades y de violencia. Para nada sirvió Clara López, que fue la mejor en los debates, y mucho menos los videos que la revista Semana subió de Zuluaga con el hacker, en donde se discutían asuntos de interceptaciones ilegales a la inteligencia militar y estrategias electorales propias de una “campaña sucia”.
El mundo nos recordará como una nación masoquista que elige a sus gobernantes más atroces para que le complazcan haciéndole daño. Entre esos masoquistas están los que votaron por Zuluaga, los que cegados por el discursito bobo del castrochavismo prefirieron la guerra. También están los que ni siquiera se molestaron en ir a las urnas: esos son los peores. Es curioso, este es un país donde la gente se queja tanto y también donde la gente no vota. Nos hemos convertido en personas que callan y otorgan, en seres resignados y sin criterio político.
Ya lo dijo Sartre, la democracia es para gente responsable, y en Colombia sencillamente no hay democracia porque está poblada por irresponsables que desperdician el poder que tienen como votantes.
Para la segunda vuelta voy a votar por Santos, y no porque esté de acuerdo con su gobierno (porque no lo estoy), sino porque él no es Zuluaga. Los dos se parecen mucho, claro que sí. Pero es que Zuluaga se parece más a Uribe que a sí mismo, y eso me preocupa. Ya el daño nos lo hicimos cuando no ganó Clara López o cuando no ganó el voto en blanco. Ahora que sólo nos quedan estos dos personajes prefiero a Santos que ha elegido la paz y no a Zuluaga que optó por el “fuego purificador” de la violencia.
Las familias condenadas a cien años de soledad no tendrán nunca una segunda oportunidad sobre la tierra. No dejemos que un país condenado a más de cincuenta años de guerra tampoco la tenga.

Bandera de independencia

Hay algo que en cierta medida me decepciona de la población electoral de este país: siempre termina votando por el candidato más corrupto, por aquel que tiene más escándalos políticos. Es como si nos gustara el fracaso, como si fuéramos amantes de los naufragios que sufren nuestros proyectos nacionales. Seguimos vendiendo el voto, continuamos creyéndonos la farsa de nuestros aspirantes.
Si Colombia está tan mal institucionalmente, la culpa, en gran parte, es de nuestra irresponsabilidad moral y de nuestra falta de censura a los funcionarios públicos corruptos.
No puedo comprender cómo es posible que la gente considere votar por Zuluaga o Santos a pesar de todos los problemas políticos en los que se encuentran sus campañas. Es inconcebible cada una de esas encuestas donde despuntan precisamente los que más indicios de mal gobierno tienen. Si los colombianos no despertamos frente a la comedia de dos candidatos que se revelan mutuamente sus fraudes, estamos condenados al subdesarrollo.
Lo que más desilusiona es que cuando es evidente que ninguno de los posibles ganadores a la presidencia parece resultar eficaz todos se vuelcan hacia el voto en blanco como si los candidatos de la izquierda no existieran, como si Clara López fuera, de entrada, peor que Santos, Peñalosa o Zuluaga, o como si Aída Abella fuera más mala que Vargas Lleras.
Este rechazo es producto de los prejuicios que nos quedaron del siglo XX y sus alborotos marxistas. Pero hoy estamos en una democracia, y frente a esto debo afirmar que la izquierda aún no ha sido probada en el poder, quiero decir, en el verdadero poder.
Las pocas veces que se ha elegido a un alcalde o a un gobernador más o menos correcto ha habido siempre en oposición una muralla de concejales y medios de comunicación de ideologías contrarias, dominados por una clase política que nunca ha dejado de controlar la triste realidad nacional. Me refiero al Partido Conservador, al Partido de la U, al Centro Democrático. Todos integrados por personas con antecedentes judiciales, procesos penales sin concluir y escándalos políticos.
Son partidos que surgieron en las clases sociales donde se concentra, injustamente, la mayoría de las riquezas del país y sin embargo, al momento de las elecciones, son partidos políticos que ganan porque por ellos votan los pobres, los jodidos, los desempleados, los familiares de desaparecidos y los ciudadanos despistados.
Ojalá que tanta pobreza y tanta exclusión social nos revuelva al fin la conciencia, de tal manera que el día de las elecciones el tarjetón electoral se convierta exclusivamente en nuestra bandera de la independencia.

Tus esquelitas fúnebres

Ha muerto un grande de la literatura universal. Cuando eso ocurre los libros se convierten en el único epitafio digno de confianza. Cada novela escrita por Gabriel García Márquez, cada cuento o crónica periodística se convierten en su propia esquelita fúnebre que desde ahora luchará contra el tiempo y el olvido.
En la totalidad de su obra Gabo no hizo otra cosa que dejarnos expuesto nuestro encanto cotidiano, el material literario del que están hechas todas las vidas, hasta las más simples. Y es que nosotros los seres humanos somos gente mágica, alimentamos cada rutina con toda clase de agüeros y curiosidades poéticas. Bastaría con ver que hay personas que ponen una mata de sábila detrás de la puerta de su casa para atraer la abundancia, que existen mujeres que sólo se cortan el cabello durante los cuartos crecientes y que aún hay cucarrones que pronostican las visitas cuando revolotean por las habitaciones. Habría que calcular cuántos postres no pudieron hacerse porque la repostera tenía la regla y cuántas muertes no fueron la premonición lúgubre de una mariposa negra posada en el cielorraso de la sala. La verdad es que todavía somos esa clase de campesinos que, como dijo Luis Carlos López, se persignan cuando truena.
Recuerdo que en El Difícil, el pueblo donde me crié, los habitantes estaban convencidos de que en la casa donde estuviera sembrado un palo de tamarindo se moría primero el hombre que la mujer. Un día, por esa misma razón, los maridos comenzaron a talar los palos de tamarindos de sus patios para vivir más tiempo que sus esposas en un capricho por demostrar la fortaleza vital del sexo masculino. Hoy en día, durante las conversaciones que la familia mantiene por celular con sus antiguos amigos, seguimos preguntando quién sigue vivo y quién ya se fue de este mundo sólo para comprobar si había funcionado el dichoso plan de cortar los tamarindos.
Ese es apenas un ejemplo de cómo Macondo es la versión estándar de todos los demás pueblos de la Costa: igual de olvidados, igual de maravillosos, pudriéndose en una ruina colectiva que aceleran los relojes.
Incluso estando en las ciudades presenciamos diariamente eventos de conmovedora poesía. Evoco dos en especial: aquellos domingos donde la sopa es bautizada para que rinda y esas viejas tardes de colegio cuando tenía el bolsillo del pantalón grasoso porque escondía una empanada que no quería que me robaran jugando al tumbalotodo.
Aquellas situaciones asombrosas me dicen que nunca olvidaremos a Gabo. Su obra resiste en nuestra identidad cultural. Así que no se preocupe, Maestro, usted descanse en paz, que nosotros lo leeremos siempre.

Ciudad del viernes santo

No sé cuántos años pasaron para que pudiera entender lo mucho que se parece esta ciudad a la Semana Santa. Antes esperaba estos días santos nada más para ver a mi abuela preparar sus dulces de ñame, coco o guandú en el mismo caldero gigantesco en el que en otras épocas del año hacíamos el arroz de cangrejo. Desayunábamos salpicón de bagre, almorzábamos mote de bagre y cenábamos arroz de bagre. Había tantas recetas con el mismo pescado que si Tales de Mileto hubiese viajado en el tiempo hasta la casa de mis abuelos hubiera pensado que todo estaba hecho de bagre y no de agua. Allí el pecado era solamente una palabra lejana que se perdía entre las fichas del siglo y los partidos de dominó.
Pero yo ya no existo sólo en la casa de mis abuelos. Ahora estudio y agarro busetas o colectivos para llegar a mis destinos tal como lo hacen ustedes. Hemos salido de lo que fue nuestra infancia en los patios para andar sobre estas calles, estos trancones infinitos, estos políticos corruptos y estas obras construidas a medias. Pasamos de saltar rayuelas a esperar Transcaribes que no existen, dejamos de pegar papeleticas en las cartillas para colgar afiches de candidatos a la alcaldía. Mientras el bozo nos crecía las piedras con que hicimos arcos de fútbol se transformaron en escombros de casas caídas. Mientras usábamos por primera vez un brasier las muñecas de trapo se volvieron madres cabezas de familia. Mientras íbamos a las Fiestas Populares, las Fiestas Populares desaparecían.
Entonces nos convertimos en la ciudad del Viernes Santo que no termina, en una triste metáfora a la Semana Santa donde a Cartagena la crucifican todos los días. Siento que nos hicimos adultos en un territorio donde a diario se debe soportar un Viacrucis causado por la incompetencia de los gobiernos y su falta de compromiso con la gente que los eligió. Ahí están las juntas de acción comunal pidiendo la atención del alcalde, ahí están los barrios que se quedaron sin agua o los vendedores ambulantes que fueron desplazados por unas defectuosas políticas para la recuperación del espacio público.
Nos hemos vuelto otro calvario, otro Gólgota rodeado de ladrones y mesías condenados a muerte. No ha habido milagros ni evangelios para el futuro. Sólo templos rompiéndose en dos y personas que venden su voto. Hoy el cerco de las murallas se parece más a una corona de espinas.
Y sin embargo todos debemos guardar una esperanza: la convicción de que con nuestra crítica social y nuestra solidaridad por los demás podamos evitar que, con el paso de las décadas, Cartagena se pudra esperando su propio domingo de resurrección.

Los exilios informales

En Cartagena nos enfrentamos a unas serias problemáticas de exclusión y de preferencias estéticas donde lo “bonito” es lo extranjero y lo “feo” es lo que proviene de nuestras clases populares. Nos enfrentamos a los modelos de belleza traídos desde afuera y a la desaparición de la producción económica y cultural de la gente pobre por no concordar con esa estética.
Esta ha sido una ciudad donde los gobiernos se han enfocado en defender el espacio público cuando los que lo invaden son gente de escasos recursos, pero que se hacen los de la vista gorda cuando una plaza, una playa o un andén son tomados por grandes restaurantes y prestigiosas firmas hoteleras.
Por eso es que el pasado 14 de marzo la alcaldía mandó a desalojar a varias cocinas de carbón en Playa Hollywood mientras que el establecimiento llamado Chiringuito Beach permaneció intacto en las playas de Marbella, creciendo y multiplicándose sin una autoridad que se pronuncie.
No nos engañemos: a nuestros alcaldes les enseñaron a gobernar fijándose en las postales. Esas donde sólo están los balcones coloniales cubiertos de trinitarias florecidas, donde hay calles vacías y galerías bohemias en cuyos interiores se venden al por mayor lienzos sobre murallas limpias y catedrales antiguas. El vendedor informal no tiene cabida en este proyecto de ciudad, como tampoco la tuvieron las remontadoras de calzado y los relojeros que hace algunos años echaron de la Plazoleta de Telecom.
Contamos con un gobierno distrital demasiado cobarde para atreverse a inventar políticas de desarrollo que involucren al mercado informal. No ha habido alguien con la imaginación suficiente para idearse un método de convertir en patrimonio histórico las chazas de madera y las mesas fruteras de la gente que viene a rebuscarse algo para su familia. Les recuerdo que el Portal de los Dulces es una invasión al espacio público transformada en atracción turística.
Mientras sigamos siendo esclavos del prejuicio que nos dice que las casetas y los mercados populares afean a la ciudad, la idea de progreso nos será completamente inalcanzable. Ninguna población logra el desarrollo sin identidad, sin imaginación. Nuestra ciudad no puede presumir de dignidad si son borrados del mapa la vendedora de pescados, el tuchinero del café o los repartidores del calendario Bristol. Menos aún si sus dirigentes son aquellos que, en vez de preservar la encantadora dinámica de lo autóctono y lo popular, se dedican a remedar la urbanística discriminatoria de ciudades lejanas.
Es triste todo en lo que se ha ido convirtiendo Cartagena: a veces piso una de sus calles y no me siento en ella.

Días de cine

No faltan las tardes en que pienso que todo lo que nos ocurre hace parte de una gran película. Los noticieros, las calles sin pavimento, las remontadoras de calzado, el tipo que arroja periódicos a los balcones en las madrugadas, la mujer que se pierde entre las sombras de un parque, todos pertenecen a un largometraje cuyo tema principal es la corrupción y la pobreza. Alguien más allá de estas paredes escribió un guión perfecto sobre un país sin orgullo. Un país que vota por los mismos, que olvida rápido, que se mantiene pobre, que parece sacado de una sala de cine.
Algunos no notan que cuando venden el voto o se callan los escándalos están interpretando a la perfección el papel que les toca en este filme. Algunos no advierten que siempre serán personajes, actuando y simulando sin saberlo, ignorando que para pasar el casting de la historia sólo se debe haber nacido.
Hay días de cine en que me siento parte de un programa de televisión más extenso y misterioso donde todos estamos dispuestos a seguir el aciago libreto de esta vida, manteniendo la ilusión de que en algún instante todas estas problemáticas terminen, que una vez finalizada nuestra propia telenovela nos vamos a salir por detrás del estudio de grabación y vamos a quedarnos comiendo bocadillos con todos los actores y las personas de la logística, hablando de lo bien que actuamos, de cómo nos metimos en el personaje al punto de que pareciera verdad lo que sufríamos, convencidos de que todo el maldito flujo de esta historia no es sino un maravilloso montaje como el que muestran en los detrás de cámaras de nuestros canales nacionales.
Pero nunca hemos encontrado las cámaras dispersas en el escenario, no hay micrófonos por debajo de nuestros mentones ni camerinos a la vuelta del barrio, ningún director grita “corten” cuando van acercándose los sicarios y los únicos créditos que leemos al concluirse cada ensayo son los nombres escritos en las lápidas, los nombres de los desaparecidos que pronunciamos al acostarnos como si fueran plegarias o epitafios.

Hay películas que se lanzan en países y países que se lanzan en películas. ¿Cuántos siglos durará la nuestra? ¿Cuánto tiempo estarán la violencia, la corrupción y la miseria en cartelera?
No faltan las tardes donde pienso que las ciudades crecen con la banda sonora del desastre. Esas tardes de cine donde el ojo de Dios se vuelve un lente oculto que graba las derrotas y los sueños de la gente. Escena tras escena la trama se repite, y las mismas personas redactan su propio libreto de adioses y de olvidos.

Votos y guacamayas

Es viejo el cuento de que cuando los españoles llegaron a América y vieron la abundancia de la orfebrería nativa lo primero que hicieron fue comerciar espejos a cambio de oro y piedras preciosas. Más allá de que esa historia parezca mentira (porque en la Colonia no hubo comercio sino terribles saqueos) uno podría pensar que después de tantos siglos de asaltos y de humillaciones a los oprimidos no existan ya este tipo de desproporciones, pero la verdad es que el desalmado vínculo entre los dominantes y los dominados permanece intacto en el contexto político colombiano.
Me refiero a la compra de votos, a esa desequilibrada manera de perturbar la soberanía del pueblo a través de las limosnas otorgadas por los candidatos. En Colombia, casi todas las campañas electorales tienen un grupo especial que coordine a la gente que va a ceder su derecho al sufragio por unos cuantos pesos. Los días de las elecciones son días de correndillas y vergonzosos regateos entre el político astuto y el ignorante que no sabe lo que pierde. Es como los gitanos que llegaron a Macondo intercambiando collares de vidrio por preciosas guacamayas, sólo que en este caso no hay un Melquíades honrado que nos diga “para eso no sirve” cuando nos den el dinero del voto y creamos que ya va a mejorar nuestra vida.
Pensamos que estamos sellando la venta del año cuando en realidad regalamos al por mayor nuestro derecho de ciudadanos. Les aseguro que si vender el voto fuera un buen negocio los políticos corruptos no lo verían como la mejor inversión de sus vidas. Y eso es lo que es: una gran inversión, porque el beneficio que obtienen cuando están en el poder es tremendamente superior a los gastos de sus campañas políticas, pues a la larga esas personas que prostituyen su conciencia electoral por 20 o 30 mil pesos están condenadas a pagar aquella suma con el dinero de sus impuestos, con calles sin pavimentar, con reformas injustas y proyectos legislativos mediocres. Y no sólo eso, sino que al perjudicarse a ellos mismos también perjudican a los que sí creyeron en una opción de cambio y ahora deben aguantarse la tiranía de unos funcionarios públicos de baja calidad y alta corrupción.
Vender el voto es una irresponsabilidad civil que hace que la democracia parezca un modelo demasiado avanzado para nuestro país. Los que lo compran son gente sin respeto por la dignidad humana, son seres que sacan provecho de la desigualdad social de miles de colombianos y sus necesidades básicas insatisfechas.
Pido que votemos conscientemente: no ofrezcamos por migajas el vuelo popular de nuestra preciosa guacamaya.

Los ejércitos podridos

Presenciando sus últimos supuestos escándalos de corrupción confirmamos por enésima vez que el Ejército no es la inmaculada institución que dice ser. A algunos de estos pseudo defensores de la patria no les basta con ser los autores materiales de los falsos positivos, ni con integrar el aparato represivo donde se llevan a cabo las “chuzadas” a la oposición política y donde se planean los auto-atentados terroristas. Esta gente también debía ser corrupta dentro de su propia institución, apropiándose ilegalmente de los dineros que le gira el Gobierno a las Fuerzas militares.
Ahora ya sabemos por qué el presupuesto destinado al Ejército es tres veces mayor que el destinado a la educación: porque tienen que robar más. No era suficiente la desatinada idea de poner la guerra sobre la educación sino que además debían sacar provecho de los millonarios contratos armamentistas y de la manutención de las brigadas.
Estos militares no son los hijos de la gente pobre que se enrola con la esperanza de defender a su país, no son esos soldados rasos que se desgastan haciendo la guardia en un campamento en medio de la selva. No. Son los altos funcionarios. De esos que nunca sudaron la medalla. Hijos de las familias acomodadas de siempre con suficientes influencias políticas en el gobierno para ascenderlos a generales, tenientes coroneles y coroneles. Son supuestamente los mayores rangos del honor militar colombiano y a la vez no son nada. De ser ciertas aquellas grabaciones presentadas por la revista Semana estos funcionarios no son más que unos ladrones que avergüenzan el nombre de la Fuerza pública y manchan la triste utopía de la seguridad.
¿Qué clase de sociedad tan absurda es ésta donde los impuestos pagados por los ciudadanos de bien sustentan el silencio y el bienestar de los militares que están presos por violar los derechos humanos?
Piensen en la madre intranquila que cierta mañana revisa los cuartos y no encuentra a su hijo. Esa madre pobre, metida en un barrio marginal, que despierta asustada por el duro presagio de una mala noticia. Esa madre en bata de dormir y con los senos caídos que reporta a su hijo en la Fiscalía y que después se entera que murió en la selva como un peligroso y hasta entonces desconocido guerrillero de las Farc. Hasta la fecha, muchas familias han sido víctimas de esa tragedia tan despiadada.
Aquel ejército soñado por los colombianos, ese que queremos todos, es el que protege con amor a su gente, son aquellos vigilantes que bajo una inclemente disciplina mantienen intactas las invisibles fronteras de la patria.

Una familia homosexual

Recientemente observé cómo muchos colombianos se ofendían por la manera en que María Luisa Piraquive discriminaba a las personas con discapacidades físicas: apenas repetían el video de esta señora les entraba la inconformidad y la indignidad propias de quienes quieren un país justo y equitativo. ¡Ahí sí que todos querían hablar de inclusión social y de igualdad! ¡Ahí sí que todos exigían afecto y comprensión por quienes son diferentes!
Pero cuando se discute sobre la posibilidad de construir una familia con parejas del mismo sexo a muchos de esos “defensores” se les rompe la porcelana de la tolerancia y comienzan a reproducir el discurso ortodoxo de la heterosexualidad, ese discursito que pregona ciegamente que sería una aberración natural que un matrimonio compuesto por homosexuales pueda adoptar a sus hijos. ¿Dónde está entonces ese afán por reconocer la diversidad y la justicia? ¿Dónde el derecho de los demás a poseer los derechos de los demás? ¿Dónde ese sentimiento de solidaridad y de amor por el prójimo?
Ojalá la hipocresía fuera un pecado. Así quizás los que se encierran en su dogma dejaran de practicarla. He tenido amigos y amigas que sí entienden sobre filantropía cristiana, ellos no censuran a las personas que pertenecen a algún grupo de la población LGTBI, no hablan de enfermedad mental ni de herejía, no citan la reproducción ni la concepción de “especie”. Ellos simplemente asumen la diversidad en la que el amor puede manifestarse. No son falsos creyentes del mensaje cristiano.
En nuestro tiempo el concepto de familia no sólo responde a esquemas tan estáticos como el de parejas de sexos opuestos que tienen hijos, ahora también hay familias de padres solteros, de hijos adoptivos criados por abuelos, de esposos que desean amarse por siempre sin la necesidad de procrear. Nos hemos extendido más allá de las relaciones de consanguinidad, hemos roto la primitiva barrera de la sangre. Si dos individuos del mismo sexo quieren formar una familia ¿quiénes somos nosotros para impedirles ese derecho? ¿Con qué supremacía moral vamos juzgar los lazos de fraternidad que puedan establecer aquellas personas consigo mismos y con sus hijos?
A veces hablamos con una prepotencia ética que raya en la discriminación. No sé qué nos hace pensar que nuestra ideología es la buena y es la mejor. Lo cierto es que cada quien posee la libertad de pensar y de creer lo que quiera pero no el poder suprimir ese derecho en los demás. Así que si usted es de los se asquea con homosexuales, sencillamente vaya a vomitar a otra parte y no ande evitando que los demás expresen su educación sentimental.

La ciudad microperforada

Estoy cansado de la contaminación visual. Cansado de cerrar los ojos siempre que llega la temporada de campañas electorales sólo para no asfixiarme con tanto anuncio y tantas caras repetidas a lo largo de las avenidas. Estoy cansado de que la ciudad parezca una cartilla barata y coleccionable de políticos corruptos. No van a irrespetarnos más.
Desde que existe el abuso de la publicidad electoral siento que vivimos en un álbum fotográfico inmenso, en un gigantesco álbum familiar donde no hay poste de luz o paredilla de solar que no esté lleno de los rostros del abuelo, de los hijos, de los primos o de los hermanos de las clases políticas de siempre. Basta con reconocerlos por el apellido y no tanto por el partido al que representan, ya que en Colombia hace mucho que la integridad ideológica de los partidos políticos dejó de importarles a los candidatos. Ahora todos saben que los avales se los dan al mejor postor y que en esa guerra por el poder público hay más vallas y afiches que propuestas para erradicar la miseria de las comunidades marginadas.
Realmente no entiendo qué tan útil puede ser para la ciudadanía la propaganda de las campañas políticas. En ellas hay más listas de posibles votantes por sectores, más logística, más suéteres y microperforados promocionales que proyectos sensatos; en ellas hay más un afán desmesurado por promover una imagen y un eslogan embustero que por difundir una argumentación seria que vaya en contra de la pobreza y combata toda esta corrupción gubernamental. Por eso descreo de los nombres que pintan en las paredes cada vez que se acercan las elecciones: porque por sí solos no me dicen nada, únicamente me alertan de lo jodida que está la ciudad para dejarse forrar de afiches en todos sus espacios arquitectónicos y culturales.
Ya es hora de frenar tanta contaminación visual, tanta publicidad electoral vacía y desprovista de méritos. Así tal vez nos demos cuenta de que somos los ciudadanos los que tenemos la verdadera palabra sobre las dinámicas sociales de nuestro país. Así quizás los que están en el poder comiencen a elaborar auténticas políticas de desarrollo en sus campañas.
Recuerdo una escena de una película de Polanski, El Escritor Fantasma, donde el protagonista muere atropellado fuera de cuadro y sólo queda un reguero de hojas de papel volando anárquicamente en la pantalla. A veces, andando por los andenes de mi barrio, suelo pensar que con el paso de los años Cartagena se ha convertido en el final de aquella película y ahora no es más que una ciudad atropellada que deja tras de sí el lastimoso recuerdo de sus calles empapeladas.